Page 185 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Osaka a la mañana siguiente. Una vez allí, podía subir a un Shinkansen que se dirigiera a Tokio.
Tras agradecerle la información, compré un billete para Tokio con los cinco mil yenes que me
había dado aquel hombre. Mientras esperaba el tren, compré un periódico —y miré la fecha.
Estábamos a 2 de octubre de 1970. Llevaba un mes viajando. «Tengo que volver al mundo real»,
pensé.
El mes de viaje no me levantó el ánimo, ni suavizó el impacto producido por la muerte de
Naoko. Regresé a Tokio en un estado similar al de un mes atrás. Ni siquiera me sentí capaz de
llamar a Midori. No sabía cómo abordarla. ¿Qué podía decirle? ¿«Todo ha terminado. Intentemos
ser felices»? ¿Podía decirle esto? Por supuesto que no. Sin embargo, le dijera lo que le dijera,
utilizara las palabras que utilizara, en definitiva había un único hecho cierto. Naoko estaba
muerta y Midori seguía viva. Naoko se había convertido en blanca ceniza; Midori era de carne y
hueso.
Me sentía manchado. Al volver a Tokio, pasé varios días encerrado en mi habitación. Mi
memoria no estaba ligada a los vivos, sino a los muertos. Las habitaciones que le había reservado
a Naoko permanecían con las persianas bajadas, los muebles estaban cubiertos con trapos
blancos, en el alféizar de la ventana se había posado una fina capa de polvo. Pasaba la mayor
parte del día en aquellas habitaciones. Y pensaba en Kizuki. «¡Vaya, Kizuki! Al final has
conseguido a Naoko, ¿eh? Al principio ella fue tuya. Quizás es allí adonde ella debía ir. Pero, en
este mundo imperfecto de los vivos, he hecho todo lo posible por ella. He intentado empezar una
nueva vida con ella. En fin... Tú ganas. Te la cedo. Ella te ha elegido. Se ha ahorcado en lo más
profundo de un bosque tan oscuro como su mente. Kizuki, hace tiempo arrastraste una parte de
mí hacia el mundo de los muertos. Y ahora es Naoko quien arrastra otra parte. A veces me siento
como el portero de un museo. Un museo vacío, desierto, que ya nadie visita. Y yo lo custodio
exclusivamente para mí.»
Cuatro días después de regresar a Tokio recibí una carta de Reiko. En el sobre había pegado
un sello de correo urgente. El contenido de la carta era conciso.
«No he podido localizarte. Estoy muy preocupada por ti. Llámame. Te espero
a las nueve de la mañana y a las nueve de la noche en este número.»
Marqué el número de teléfono a las nueve de la noche. Reiko contestó enseguida.
—¿Cómo estás? —me preguntó.
—No muy bien —dije.
—¿Puedo venir a visitarte pasado mañana?
—¿Venir a visitarme dices? ¿A Tokio?
—Sí. Quiero hablar contigo con calma.
—¿Te marchas de la residencia?
—Si no, no podría visitarte —afirmó—. Ha llegado el momento de irme. Ya llevo ocho años
aquí... Si sigo más tiempo en este lugar, me pudriré.
Las palabras no acudían a mi boca; permanecí en silencio durante un momento.
—Llegaré a la estación de Tokio pasado mañana en el Shinkansen de las tres y veinte.
¿Vendrás a buscarme? Aún recuerdas mi cara, ¿verdad? ¿O quizás, ahora que Naoko ha muerto,
ya no te intereso?
—¡No digas tonterías! Te espero pasado mañana a las tres y veinte en la estación de Tokio.
—Enseguida me reconocerás. No hay muchas mujeres maduras que lleven una funda de
guitarra.