Page 187 - Tokio Blues - 3ro Medio
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—No me importa. Es un armario muy grande.
                   Reiko tamborileó con los dedos sobre la funda de la guitarra.
                   —Tendré que readaptarme a mí misma antes de ir a Asahikawa. Aún no estoy familiarizada
               con el mundo exterior. Hay un montón de cosas que no entiendo, estoy nerviosa. ¿Me ayudarás?
               Eres la única persona a quien puedo pedírselo.
                   —Haré cuanto esté en mi mano —le prometí.
                   —Espero no estorbarte.
                   —¿En qué?
                   Reiko me miró y curvó las comisuras de los labios en una sonrisa. No añadió nada más.

                   Nos apeamos del tren en Kichijōji y subimos a un autobús que nos llevó hasta casa. Durante
               todo el trayecto apenas hablamos. Nos limitamos a hacer algún comentario suelto sobre cómo
               había cambiado Tokio, o sobre la época en que Reiko iba al conservatorio, o sobre mi viaje a
               Asahikawa.  No  mencionamos  a  Naoko.  Hacía  diez  meses  que  no  había  visto  a  Reiko,  pero,
               caminando a su lado, mi corazón se ablandó y me sentí aliviado. Tuve la impresión de que ya
               había  sentido  antes  algo  parecido.  Cuando  paseaba  con  Naoko  por  las  calles  de  Tokio,
               experimentaba  una  sensación  idéntica.  De  la  misma  manera  que  Naoko  y  yo  habíamos
               compartido a un muerto, a Kizuki, Reiko y yo compartíamos a una muerta, a Naoko. No pude
               decir ni una palabra después de pensar aquello. Reiko continuó hablando un rato, hasta que se dio
               cuenta de que yo no abría la boca y enmudeció. Tomamos el autobús, llegamos a casa.
                   Era una tarde de principios de otoño, de luz tan nítida y transparente como aquélla en la que,
               un año atrás, había visitado a Naoko en Kioto. Las nubes eran blancas y alargadas como huesos,
               y el cielo estaba muy alto. «Ha vuelto el otoño», pensé. El olor del aire, el tono de la luz, las
               flores entre la maleza y las reverberaciones de los sonidos anunciaban su llegada. Y cada vez que
               las  estaciones  cerraban  su  ciclo,  se  incrementaba,  a  un  ritmo  más  alto,  la  distancia  entre  los
               muertos y yo. Kizuki aún tenía diecisiete años, y Naoko, veintiuno. Eternamente.

                   —Aquí  me  siento  aliviada  —comentó  Reiko  al  bajar  del  autobús  echando  una  ojeada
               alrededor.
                   —Claro, aquí no hay nada —dije.
                   Cruzamos la puerta trasera y la conduje por el jardín hasta mi casa. Reiko parecía admirada.
                   —¡Es un sitio fantástico! —exclamó—. ¿Todo esto lo has hecho tú mismo? La estantería, la
               mesa...
                   —Sí. —Puse a calentar agua para el té.
                   —Eres muy hábil. Y está todo muy limpio.
                   —Esto es gracias a la influencia de  Tropa-de-Asalto. Él me convirtió en un amante de la
               limpieza. El casero está muy contento. Siempre dice: «Me cuidas muy bien la casa».
                   —¡Oh, es verdad! Tengo que ir a saludar a tu casero —terció Reiko—. Vive al otro lado del
               jardín, ¿no?
                   —¿Piensas ir a saludarlo?
                   —Imagino que si ve a una vieja metida en tu  casa tocando la guitarra algo va a pensar...
               Mejor hacerlo bien desde el principio. Si incluso le he traído una caja de dulces...
                   —Estás en todo —comenté sorprendido.
                   —Los años te enseñan. Le diré que soy tía tuya por parte de madre y que he venido de Kioto,
               así que tú sígueme la corriente. En estos casos, la diferencia de edad facilita las cosas. Nadie
               sospechará nada.
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