Page 183 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Su recuerdo era demasiado nítido. Aún me imaginaba su boca envolviendo suavemente mi
               pene,  su  pelo  cayendo  sobre  mi  vientre.  Me  acordaba  de  su  calor,  de  su  aliento,  del  tacto
               desconsolado  de  la  eyaculación.  Lo  recordaba  tan  claramente  como  si  hubiera  ocurrido  cinco
               minutos antes. Y tenía la sensación de que Naoko se encontraba a mi lado, y de que si alargaba la
               mano podía tocarla. Pero ella no estaba. Su cuerpo ya no existía en este mundo.
                   En las noches de insomnio me asaltaban diferentes imágenes de Naoko. No podía evitar que
               acudieran a mi memoria. En mi corazón, se habían acumulado demasiados recuerdos de ella. En
               cuanto encontraban una grieta, por pequeña que fuera, iban saliendo, uno tras otro, imparables.
               Fui incapaz de detener esa fuga.
                   Me acordaba de Naoko en aquella mañana de lluvia, con el chubasquero amarillo, limpiando
               el gallinero y acarreando el saco de grano. Recordaba el pastel de cumpleaños medio deshecho y
               el tacto de mi camisa empapada por las lágrimas de Naoko. Sí, aquella noche también llovía. Era
               invierno; Naoko caminaba a mi lado, con aquel abrigo de piel de camello. Ella siempre se sacaba
               el  pasador  del  pelo  y  jugueteaba  con  él.  Y  siempre  me  miraba  fijamente  con  aquellos  ojos
               transparentes.  Ahora  llevaba  una  bata  azul  y  estaba  sentada  en  el  sofá,  con  el  mentón
               descansando en las rodillas.
                   Sus imágenes me golpeaban, una tras otra, como las olas de la marea, arrastrándome hacia un
               lugar extraño. Y en este extraño lugar yo vivía con los muertos. Allí Naoko estaba viva y los dos
               hablábamos,  nos  abrazábamos.  En  ese  lugar,  la  muerte  no  ponía  fin  a  la  vida.  Allí  la  muerte
               conformaba  la  vida.  Y  Naoko,  henchida  de  muerte,  allí  continuaba  viviendo.  Me  decía:
               «Tranquilo, Watanabe. No es más que la muerte. No te preocupes».
                   En ese lugar no me sentía triste. Porque la muerte era sólo la muerte, y Naoko era Naoko.
               «No  te  preocupes.  Estoy  aquí,  ¿no  es  cierto?»,  me  decía  sonriendo.  Sus  gestos  habituales
               serenaban mi corazón, me consolaban. Y yo pensaba: «Si la muerte es esto, después de todo no es
               algo tan malo». «Claro. Morir no es nada del otro mundo», me decía Naoko. «La muerte es la
               muerte.  Además,  aquí  todo  es  muy  fácil»,  me  contaba  en  los  intervalos  entre  una  ola  y  la
               siguiente.
                   Pronto la marea se retiraba y me dejaba solo en la playa, impotente, sin un lugar adonde ir,
               con la tristeza envolviéndome como un manto de tinieblas. Solía llorar en esos momentos. De
               hecho, más que llorar, unas lágrimas gruesas brotaban como gotas de sudor.
                   Cuando murió Kizuki aprendí una cosa. Quizá me resigné a hacerla mía: «La muerte no se
               opone a la vida, la muerte está incluida en nuestra vida».
                   Es una realidad. Mientras vivimos, vamos criando la muerte al mismo tiempo. Pero ésta es
               sólo una parte de la verdad que debemos conocer. La muerte de Naoko me lo enseñó. Me dije:
               «El conocimiento de la verdad no alivia la tristeza que sentimos al perder a un ser querido. Ni la
               verdad, ni la sinceridad, ni la fuerza, ni el cariño son capaces de curar esta tristeza. Lo único que
               puede hacerse es atravesar este dolor esperando aprender algo de él, aunque todo lo que uno haya
               aprendido no le sirva para nada la próxima vez que la tristeza lo visite de improviso». Pensé en
               ello, noche tras noche, en mi soledad, oyendo el ruido de las olas y el rugido del viento. Vacié
               muchas botellas de whisky, mordisqueé pan, bebí agua de la petaca en mi larga marcha hacia el
               oeste, con la mochila dando bandazos a mi espalda y el pelo lleno de arena..., día tras día de aquel
               principio de otoño.
                   Un atardecer en que soplaba un fuerte viento, yo estaba acurrucado dentro de mi saco de
               dormir, llorando, al resguardo de un barco abandonado, cuando se me acercó un joven pescador y
               me  ofreció  un  cigarrillo.  Lo  acepté  y  fumé  por  primera  vez  en  diez  meses.  El  pescador  me
               preguntó por qué estaba llorando. En un acto reflejo, le mentí diciéndole que mi madre había
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