Page 182 - Tokio Blues - 3ro Medio
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                   Reiko siguió escribiéndome incluso después de la muerte de Naoko. Me aseguraba que no
               había sido culpa mía, que no había sido culpa de nadie, que aquello era como la lluvia, que nadie
               pudo impedirlo. No quise responderle. ¿Qué podía decirle? ¿De qué serviría? Naoko ya no estaba
               en este mundo; se había convertido en un puñado de cenizas.
                   A finales de agosto, tras el silencioso funeral de Naoko, volví a Tokio y le anuncié a mi jefe
               que iba a estar fuera una temporada y no iría a trabajar. A Midori le escribí una carta diciéndole
               que no podía explicarle nada, pero que me esperara. Durante tres días fui al cine a diario y vi
               películas de la mañana a la noche. Cuando hube visto todas las películas de estreno, metí mis
               cosas  dentro  de  la  mochila,  saqué  todos  mis  ahorros  del  banco,  me  dirigí  a  la  estación  de
               Shinjuku y subí al primer expreso.
                   No recuerdo adonde fui, ni cómo. Recuerdo bien el paisaje, los olores, los sonidos, pero soy
               incapaz de recordar el nombre de los lugares. Tampoco recuerdo el itinerario. Iba de una ciudad a
               otra en tren, en autobús, sentado junto al conductor de un camión, extendía mi saco de dormir y
               dormía en cualquier descampado, estación, parque, a orillas de un río o en la playa. La policía me
               ofreció  alojamiento  en  una  ocasión;  otro  día  dormí  al  lado  de  un  cementerio.  Dormía
               profundamente en cualquier lugar apartado del paso de los transeúntes, sin importarme dónde.
               Exhausto de andar, me metía dentro del saco, bebía whisky barato y caía rendido. En pueblos
               acogedores,  la  gente  me  traía  comida  o  incienso  contra  los  mosquitos;  en  pueblos  poco
               acogedores, la gente llamaba a la policía y me echaba de los parques. A mí tanto me daba. Lo
               único que quería era dormir profundamente en un lugar desconocido.
                   Cuando se me acabaron los ahorros, trabajé unos tres o cuatro días hasta reunir algún dinero.
               Encontraba trabajo en cualquier sitio. Vagaba sin rumbo de un pueblo a otro. El mundo estaba
               lleno de cosas enigmáticas y de personas extrañas. En una ocasión llamé a Midori. Me moría de
               ganas de oír su voz.
                   —Hace siglos que han empezado las clases —me dijo—. Y tenemos que entregar un montón
               de  trabajos...  ¿Qué  vas  a  hacer?  Llevas  tres  semanas  sin  dar  señales  de  vida...  ¿Dónde  estás?
               ¿Qué estás haciendo?
                   —Lo siento, pero no puedo volver a Tokio. Aún no.
                   —¿Eso es lo único que tienes que decirme?
                   —Ahora no puedo explicarte nada. En octubre...
                   Midori colgó sin añadir una palabra.
                   Continué mi viaje. De vez en cuando me alojaba en pensiones baratas, donde me daba un
               baño y me afeitaba. El espejo me devolvía una imagen desalentadora: la piel quemada por el sol,
               los ojos hundidos, las enflaquecidas mejillas llenas de manchas y cortes. Parecía que acabara de
               salir  arrastrándome  fuera  del  fondo  de  un  agujero  oscuro,  pero,  al  mirarme  con  atención,
               comprendía que aquél era mi rostro.
                   Estuve recorriendo la costa del Mar de Japón: Tottori y la costa norte de Hyōgo. Era cómodo
               seguir  la  línea  de  la  costa.  En  la  playa  siempre  encontraba  lugares  agradables  donde  dormir.
               También podía reunir trozos de madera arrastrados por las olas, encender fuego y asar el pescado
               seco que había comprado en alguna pescadería. Entre trago  y trago de whisky, escuchando el
               ruido de las olas, pensaba en Naoko. Era tan extraño que hubiese muerto, tan extraño que no
               estuviera  ya en este mundo... Todavía no lo había asimilado. No podía creerlo. Había oído  el
               repiqueteo de los clavos sobre su ataúd, pero no podía relacionarlo con el hecho, incontestable, de
               que Naoko hubiera vuelto a la nada.
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