Page 14 - Tokio Blues - 3ro Medio
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caja de los truenos. Tropa-de-Asalto era un chico extremadamente celoso de sus pertenencias.
Cuando, ya sin palabras, me senté desalentado en la cama, me consoló con una sonrisa.
—Wat-watanabe, ¿por qué no te levantas y hacemos gimnasia los dos juntos? —Y se fue a
desayunar.
Naoko se rió cuando le conté el incidente de la gimnasia radiofónica con Tropa-de-Asalto.
No se lo había contado con la intención de divertirla, pero al final me reí con ella. Aunque su
sonrisa duró un instante, hacía mucho tiempo que no la veía sonreír. Naoko y yo nos habíamos
apeado en la estación de Yotsuya e íbamos andando por el malecón paralelo a la vía en dirección
a Ichigaya. Era la tarde de un domingo de mediados de mayo. Esa mañana había lloviznado a
ratos; al mediodía la lluvia había cesado y el viento del sur barría los oscuros nubarrones que
cubrían el cielo. Las hojas de los cerezos, de un fresco color verde, se mecían al viento y
reflejaban los destellos de los rayos del sol. Ya era un día de principios de verano. Las personas
con quienes nos cruzábamos se habían quitado los jerséis y las chaquetas, que llevaban sobre los
hombros o colgados del brazo. Todo el mundo parecía feliz bajo los cálidos rayos del sol de
aquella tarde de domingo. En la pista de tenis, frente al malecón, un chico se había quitado la
camisa y blandía la raqueta apenas vestido con unos sucintos pantalones cortos. Dos monjas
sentadas en un banco vestían pulcramente sus negros hábitos, por lo que, a su alrededor, parecía
no haber llegado todavía la luz del verano. Con todo, ambas disfrutaban con aire satisfecho de su
charla.
Tras quince minutos de caminata, tenía la espalda bañada en sudor, así que me quité la gruesa
camisa de algodón y me quedé en camiseta. Naoko se había subido hasta los codos las mangas de
la chaqueta de su chándal color perla. La prenda había adquirido una bonita tonalidad al
desteñirse, a fuerza de lavados. Tenía la impresión de haberla visto enfundada en un chándal
parecido mucho tiempo antes, pero no estaba seguro. En aquella época no eran muchos los
recuerdos que yo tenía de Naoko.
—¿Qué tal la convivencia? ¿Es divertido vivir con otra gente? —me preguntó.
—Todavía no lo sé. Llevo un mes —dije yo—. No está mal. Como mínimo, no es
insoportable.
Ella se detuvo delante de una fuente, bebió un sorbo de agua, se sacó un pañuelo del bolsillo
de los pantalones y se secó los labios. Luego se agachó y se anudó los cordones de los zapatos.
—¿Crees que yo también podría vivir así?
—¿Con otra gente?
—Sí —dijo Naoko.
—No lo sé. Depende de cómo te lo tomes. Supone muchas molestias, ésa es la verdad. Las
reglas son una pesadez, y hay muchos imbéciles prepotentes. Mi compañero de habitación, por
ejemplo, hace gimnasia con la radio puesta a las seis de la mañana. Pero cuando pienso que en
cualquier otra parte hay casos parecidos, me conformo. Si te haces a la idea de que no tienes más
remedio que estar allí, puedes ir tirando. De eso se trata.
—Claro —asintió ella.
Durante unos instantes pareció darle vueltas a algo. Me clavó los ojos con cara de estar
observando un objeto extraño. Su mirada era tan profunda y cristalina que me dio un vuelco el
corazón. No me había dado cuenta de que tuviera una mirada tan clara. De hecho, jamás había
tenido la oportunidad de mirarla a los ojos. Era la primera vez que paseábamos los dos solos, y la
primera vez que hablábamos tanto rato.
—¿Quieres ir a vivir a una residencia? —le pregunté.