Page 13 - Tokio Blues - 3ro Medio
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del ferrocarril, a ese tipo de cosas. Cuando empezaba a hablar de esos temas, podía pasarse una o
               dos horas tartamudeando y encallándose, hasta que yo acababa huyendo de la habitación o me
               dormía.
                   Cada mañana se levantaba a las seis usando el «Que tu reinado...» como despertador. Así que
               no puede decirse que aquella ceremonia ostentosa de izamiento de la bandera no sirviera para
               nada. Se vestía, iba al baño y se lavaba la cara. Tardaba tanto rato que yo me preguntaba si se
               quitaba  los  dientes  y  se  los  lavaba  uno  por  uno.  Cuando  volvía  a  la  habitación,  alisaba  con
               esmero  las  arrugas  de  la  toalla  y  la  ponía  a  secar  sobre  el  radiador,  depositaba  el  cepillo  de
               dientes  y  el  jabón  en  la  repisa.  Luego  encendía  la  radio  y  empezaba  su  sesión  de  gimnasia
               radiofónica.
                   Solía quedarme leyendo hasta tarde y, por las mañanas, dormía como un bendito hasta las
               ocho. Por más que Tropa-de-Asalto se levantaba y daba vueltas por la habitación, por más que
               encendía la radio y empezaba a hacer gimnasia, yo seguía durmiendo como si nada. Hasta que se
               ponía a dar saltos, claro. No me despertaba exactamente, pero, cada vez que brincaba —y daba
               grandes saltos—, con la vibración, la litera daba una sacudida. Lo soporté tres días. Había oído
               que, en la convivencia, hay que aguantarse hasta cierto punto. A la cuarta mañana llegué a la
               conclusión de que mi tolerancia había llegado a un límite.
                   —Perdona, pero ¿no podrías hacer gimnasia en la azotea? —le solté a bocajarro—. No puedo
               dormir.
                   —Pero si son ya las seis y media —dijo con cara de incredulidad.
                   —Ya lo sé. Para mí las seis y media es hora de estar durmiendo. No podría explicarte por
               qué, pero es así.
                   —Im-imposible.  Si  lo  hago  en  la  azotea,  los  del  tercer  piso  se  quejarán.  Aquí  no  hay
               problema, como debajo hay un almacén nadie se queja.
                   —Entonces puedes hacerla en el patio. En el césped.
                   —Im-imposible también. Mi ra-radio no es un transistor. Si no hay enchufe, no puedo usarla.
               Y sin música, no puedo hacer la gimnasia de la ra-radio.
                   La verdad es que su radio era de un modelo muy anticuado y funcionaba sin pilas. Yo tenía
               un transistor, pero sólo sintonizaba FM para escuchar música. «¡Qué fuerte!», pensé.
                   —Negociemos —sugerí—. Tú puedes hacer la gimnasia aquí. Pero, a cambio, te olvidas de
               la parte de los saltos. Haces mucho ruido...
                   —¿Saltos? —repitió asombrado—. ¿Saltos? ¿Y eso qué es?
                   —Saltos son saltos. Levantar una pierna y otra, saltar...
                   —De eso no hay.
                   Empezó a dolerme la cabeza. Sentí que tanto me daba una cosa que otra, pero ya que había
               sacado el tema a colación, decidí que lo mejor sería zanjarlo y, tarareando la música de apertura
               del programa radiofónico de gimnasia de la cadena de televisión NHK, empecé a dar saltos en el
               suelo.
                   —¡Mira! Es esto. Hay, ¿no?
                   —Sí que los hay. No me había da-dado cuenta.
                   —Así que —proseguí sentándome en la cama— quiero que te saltes esta parte. El resto lo
               soportaré. ¿Harás el favor de olvidarte de la parte de los saltos y me dejarás dormir en paz?
                   —Im-imposible  —me  dijo  con  la  mayor  naturalidad  del  mundo—.  No  puedo  saltarme
               ninguna parte. Hace diez años que hago lo mismo todos los días. En cuanto empiezo me sale
               todo, una cosa tras otra. Si me saltara una parte, no podría continuar.
                   Nada pude responder a eso. ¿Qué podía decirle? Lo más sencillo hubiese sido arrojar aquella
               maldita radio por la ventana cuando él no estuviera, pero era evidente que si lo hacía abriría la
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