Page 172 - Tokio Blues - 3ro Medio
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—Ya sabes cómo son las chicas —me comentó—. Cuando cumplen veinte o veintiún años,
de repente empiezan a pensar de una manera muy concreta. Se vuelven realistas. Todo lo que
antes tenían de adorable empieza a parecerte vulgar y deprimente. Mi novia, después de hacerlo,
me pregunta a qué quiero dedicarme cuando termine la universidad.
—¿Y qué vas a hacer? —le pregunté a mi vez.
Con un trozo de pescado en la boca, sacudió la cabeza.
—¿Qué crees que puedo hacer? Los pintores de óleos no tienen nada que hacer. De eso no se
come. Entonces mi novia me dice que vuelva a Nagasaki, que trabaje como profesor de arte.
Porque ella piensa ser profesora de inglés... ¡Ostras!
—Tu novia ya no te gusta demasiado, ¿verdad?
—Supongo que no —admitió Itō—. Además, yo no quiero ser profesor de arte. No quiero
acabar mi vida enseñando dibujo a estudiantes de bachillerato, a unos maleducados alborotando
como monos.
—¿Y no sería mejor para ambos que te separaras de ella? —dije.
—Tienes razón. Pero no sé cómo decírselo. Me sabe mal. Ella está convencida de que
siempre estaremos juntos. No puedo decirle: «Nos separamos. Ya no me gustas».
Bebimos Chivas con hielo y, cuando terminamos el pescado, cortamos pepino y apio a tiras
finas, que comimos bañados en miso. Mientras masticaba el pepino, me acordé del padre de
Midori, muerto. Y me asaltó un sentimiento de angustia al pensar en lo tediosa que era mi vida
desde que había perdido a esa chica. Su existencia había ocupado un gran espacio en mi corazón
sin que yo me diera cuenta.
—¿Tienes novia? —me preguntó Itō.
Tras una pausa, le respondí afirmativamente. Sin embargo, en aquel momento una serie de
circunstancias impedían que estuviésemos juntos.
—Pero os comprendéis el uno al otro.
—Eso quiero pensar. Es lo único que cabe pensar —bromeé.
Me habló con voz serena de lo maravillosa que era la música de Mozart. Conocía la
genialidad de Mozart de la misma manera que los aldeanos conocen los senderos de montaña. Me
dijo que a su padre le gustaba Mozart y que él lo escuchaba desde los tres años. Yo no era un
entendido en Mozart, pero mientras escuchaba el concierto atendí a las oportunas y apasionadas
explicaciones de Itō: «Mira, este pasaje...». O esto otro: «¿Qué te parece éste?». Sentí cómo, por
primera vez en mucho tiempo, me invadía un sentimiento de paz.
Contemplamos la luna en cuarto creciente, que flotaba sobre el parque de Inokashira, y
tomamos el último sorbo de Chivas. Era delicioso.
Itō me propuso que pasara allí la noche, pero me excusé diciendo que tenía un compromiso,
le di las gracias por el whisky y salí de su apartamento antes de las nueve. De regreso a casa,
entré en una cabina y telefoneé a Midori. Cosa rara, fue ella quien respondió al otro lado de la
línea.
—Ahora no quiero hablar contigo —me dijo.
—Ya lo sé. Me lo has repetido muchas veces. Pero no quiero que nuestra relación acabe de
este modo. Eres una de las pocas amigas que tengo y para mí es muy duro no verte. ¿Cuándo
podré hablar contigo? Es lo único que quiero saber.
—Seré yo quien te hable. Llegado el momento.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—¡Pse! —exclamó. Y colgó.
A mediados de mayo recibí una carta de Reiko.