Page 177 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Dejé el paraguas a nuestros pies y la abracé con fuerza bajo la lluvia. Nos envolvía un rumor
               sordo parecido al de los neumáticos de un coche circulando por la autopista. La lluvia seguía
               cayendo  en  silencio,  incansable,  empapándonos  el  pelo,  rodando  por  nuestras  mejillas  como
               lágrimas,  tiñendo  de  oscuro  la  chaqueta  tejana  de  Midori  y  mi  chaqueta  forrada  de  nailon
               amarillo.
                   —¿Vamos bajo cubierto? —dije.
                   —Ven a casa. No hay nadie. Si no, pillaremos un resfriado.
                   —Y que lo digas.
                   —Parece que hayamos cruzado un río a nado. —Midori se rió—. ¡Ah! Estoy muy contenta.
                   Compramos una toalla grande en la sección de ropa del hogar y entramos por turno en los
               servicios  a  secarnos  el  pelo.  Luego  tomamos  el  metro  y  fuimos  hasta  su  apartamento,  en
               Myōgadani. Midori me hizo entrar en la ducha; a continuación se duchó ella. Mientras se secaba
               la ropa, me prestó un albornoz y ella se puso un polo y una falda. Tomamos una taza de café
               sentados a la mesa de la cocina.
                   —Háblame de ti —me pidió Midori.
                   —¿De qué quieres que te hable?
                   —No lo sé... Dime cosas que detestes.
                   —Detesto el pollo, las enfermedades venéreas y los barberos que hablan demasiado.
                   —¿Y qué más?
                   —Las noches solitarias de abril y las fundas de los teléfonos móviles con puntillas de encaje.
                   —¿Y qué más?
                   Sacudí la cabeza.
                   —No se me ocurre nada más.
                   —Mi novio, es decir, mi ex novio, no podía soportar un montón de cosas. Odiaba que yo
               llevara  faldas  demasiado  cortas,  que  fumara,  que  me  emborrachara,  que  dijera  groserías,  que
               criticara a sus amigos... Si hay algo de mí que no te guste, dímelo con franqueza. Y si puedo
               corregirlo, lo haré.
                   —No hay nada que no me guste. —Negué con la cabeza tras reflexionar unos instantes—.
               Nada.
                   —¿De verdad?
                   —Me gusta la ropa que llevas, me gusta lo que haces, lo que dices, cómo andas, cómo te
               emborrachas. Todo.
                   —¿Te gusta como soy?
                   —No sé cómo cambiarías, así que ya me va bien como eres.
                   —¿Cuánto te gusto?
                   —Como para convertir en mantequilla todos los tigres de las junglas del mundo entero.
                   —¡Ah! —Midori parecía satisfecha—. ¿Me abrazas otra vez?
                   Nos  abrazamos  sobre  la  cama  de  su  dormitorio.  Entre  las  sábanas,  oyendo  cómo  caía  la
               lluvia, unimos nuestros labios y hablamos de todo lo imaginable, desde la formación del universo
               hasta cómo nos gustaban los huevos duros.
                   —¿Qué deben de hacer las hormigas los días de lluvia? —preguntó Midori.
                   —No  lo  sé  —dije—.  Tal  vez  hagan  la  limpieza  del  hormiguero  u  ordenen  la  despensa.
               Porque las hormigas son muy trabajadoras.
                   —Si lo son tanto, ¿por qué no han evolucionado y se han quedado tal como estaban?
                   —Tal  vez  su  estructura  corporal  no  sea  apta  para  la  evolución.  En  comparación  con  los
               monos, por ejemplo.
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