Page 171 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Midori se quitó las gafas y entornó los ojos. Parecía estar mirando una casa en ruinas a cien
               metros de distancia.
                   —No quiero hablar contigo. Lo siento.
                   La chica de las gafas me miró como diciendo: «No quiere hablar contigo. Lo siente».
                   Me  senté  en  el  extremo  derecho  de  la  primera  fila,  atendí  las  explicaciones  del  profesor
               (generalidades sobre la obra de Tennessee Williams y su importancia en la literatura americana)
               y, una vez terminó la clase, conté despacio hasta tres y me volví hacia atrás. Pero Midori ya había
               desaparecido.
                   Sin duda, abril es el peor mes para estar solo. En abril, a mi alrededor todo el mundo parecía
               feliz. La gente se quitaba los abrigos y charlaba en los rincones soleados, jugaba con la pelota, se
               enamoraba. Yo estaba completamente solo. Naoko, Midori, Nagasawa: todos se habían alejado
               de mí. No tenía a quien decirle «Buenos días» u «Hola». Incluso echaba de menos a Tropa-de-
               Asalto. Pasé el mes de abril en esta triste soledad. Intenté hablar con Midori varias veces, pero la
               respuesta  fue siempre la misma:  «Ahora no quiero hablar  contigo»,  y,  por el  tono  de su voz,
               comprendí que lo decía en serio. Casi siempre la encontraba con la chica de las gafas o, si no, con
               un chico alto con el pelo corto. El chico tenía las piernas muy largas  y llevaba siempre botas
               blancas de baloncesto.
                   Cuando terminó abril llegó el mes de mayo; mayo fue mucho peor que abril. En mayo, en
               plena  primavera,  ya  no  pude  evitar  sentir  cómo  se  estremecía  y  temblaba  mi  corazón.  Solía
               ocurrirme al atardecer. En la pálida oscuridad, impregnada del suave aroma de las magnolias, mi
               corazón, sin previo aviso, empezaba a henchirse, a estremecerse, a temblar, atravesado por un
               pinchazo. En estos momentos, cerraba los ojos y apretaba los dientes con fuerza. Y esperaba a
               que pasara. Poco a poco, despacio, este dolor se alejaba, dejando tras de sí un dolor sordo.
                   Cuando  esto  sucedía  escribía  a  Naoko.  Le  hablaba  de  cosas  maravillosas,  placenteras,
               hermosas.  Del  olor de la hierba, del  agradable  aire de primavera, de la luz de la luna, de las
               películas  que  había  visto,  de  las  canciones  que  me  gustaban,  de  los  libros  que  me  habían
               emocionado.  Y,  al  releer  estas  cartas,  me  sentía  reconfortado.  Creía  que  vivía  en  un  mundo
               maravilloso. Escribí muchas cartas como ésta. Naoko y Reiko jamás respondieron.
                   En el restaurante donde trabajaba conocí a un chico de mi edad llamado Itō. Era un chico
               tranquilo y callado, estudiaba pintura al óleo en la facultad de bellas artes. Pasó bastante tiempo
               antes de que empezáramos a hablar, pero a partir de cierto día adoptamos la costumbre de ir,
               después del trabajo, a un bar del barrio a tomar una cerveza y charlar. A él también le gustaba
               leer y escuchar música; nuestra conversación giraba alrededor de estos dos temas. Era un chico
               delgado y alto, con el pelo más corto y el aspecto más pulcro de lo que en aquella época solían
               tener los estudiantes de bellas artes. No era muy comunicativo, pero tenía las ideas y los gustos
               muy  claros.  Le  gustaban  las  novelas  francesas,  leía  a  Georges  Bataille  y  a  Boris  Vian;  solía
               escuchar  a  Mozart  y  a  Ravel.  Al  igual  que  yo,  buscaba  a  un  amigo  con  quien  hablar  de  sus
               aficiones.
                   En  una  ocasión  me  invitó  a  su  apartamento.  Era  una  casa  de  una  planta,  de  construcción
               peculiar, situada detrás del parque de Inokashira, llena de útiles de pintura y de lienzos. Le pedí
               que me enseñara algún cuadro suyo, pero se negó diciendo que le daba vergüenza. Bebimos el
               Chivas Regal que había sisado de casa de su padre y asamos pescado seco en un horno de tierra,
               que comimos escuchando un Concierto para piano y orquesta de Mozart interpretado por Robert
               Casadesus.
                   Itō era de Nagasaki, donde había dejado a una novia. Me dijo que se acostaba con ella cada
               vez que volvía a su casa. Pero que últimamente las cosas no iban demasiado bien entre ellos.
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