Page 164 - Tokio Blues - 3ro Medio
P. 164
de la casa grande, taza en mano, comimos galletas de arroz y charlamos. Me contó que, después
de jubilarse, había trabajado durante un tiempo en una compañía de seguros, pero que, dos años
atrás, se había retirado definitivamente. Ahora se dedicaba a vivir la vida. Tanto la casa como el
terreno eran suyos desde hacía años, todos sus hijos se habían independizado, así que decidió
pasar una vejez ociosa. Él y su mujer viajaban con frecuencia.
—Qué bien —comenté.
—No tanto —dijo él—. Los viajes me aburren. Preferiría trabajar.
Me contó que había descuidado el jardín porque había pocos jardineros por la zona, y él, en
los últimos tiempos, no podía ocuparse personalmente, ya que se le había agravado una alergia
nasal y no podía tocar la hierba. Después me mostró un trastero y me dijo que, aunque con ello
no esperaba pagar mi ayuda, me llevara, con toda libertad, los objetos que quisiera; él no los
necesitaba. Allí dentro había un poco de todo. Desde un barreño y una piscina para niños hasta
bates de béisbol. Descubrí una bicicleta vieja, una mesa de cocina, un par de sillas, un espejo y
una guitarra, y se los pedí prestados. Me dijo que los usara todo el tiempo que quisiera.
Invertí un día entero en quitarle el óxido a la bicicleta, ponerle aceite, hincharle los
neumáticos, arreglarle el engranaje y cambiarle los cables viejos por otros nuevos que compré en
una tienda. Con esto, la bicicleta quedó como nueva. Le quité el polvo a la mesa y la barnicé. Le
cambié todas las cuerdas a la guitarra y fijé con cola las partes de la caja que estaban despegadas.
También le quité el óxido con un cepillo y le ajusté las clavijas. Aunque no era una buena
guitarra, fui capaz de afinarla. Pensándolo bien, no había tenido ninguna desde mi época del
instituto. Me senté en el porche y fui punteando despacio, de memoria, Up on the Roof de The
Drifters, que había aprendido tiempo atrás. Me asombró que aún recordara la mayoría de acordes.
Con la madera que sobró, me hice un buzón, que pinté de rojo, escribí en él mi nombre y lo
puse delante de la puerta. Sin embargo, hasta el 3 de abril, la única correspondencia que albergó
fue la de la convocatoria para una reunión de antiguos alumnos del instituto que me habían
remitido desde la residencia. Aquél era el último sitio adonde me apetecía ir. Porque Kizuki y yo
habíamos estado juntos en aquella clase. Arrojé enseguida la misiva a la papelera.
El 4 de abril por la tarde encontré una carta en el buzón, pero era de Reiko. En el remite de la
carta constaba su nombre: «Reiko Ishida». Abrí el sobre con cuidado con unas tijeras, y me senté
en el porche a leer la carta. Desde el primer instante, tuve el presentimiento de que no contenía
buenas noticias; al leerla, supe que estaba en lo cierto.
Reiko se disculpaba por haber tardado tanto tiempo en responder. Naoko había hecho
tremendos esfuerzos por contestarme, pero no había sido capaz de hacerlo. Reiko se había
ofrecido muchas veces a escribirme en su lugar, diciéndole que no podía demorar tanto la
respuesta, pero Naoko repetía que era algo muy personal, que debía ser ella quien me escribiese,
y, de este modo, el tiempo había ido pasando. Lamentaba que el retraso pudiera haberme
ocasionado molestias, pero tenía que perdonarla.
«Seguro que para ti ha sido muy duro estar todo este tiempo esperando su
respuesta, pero este mes también ha sido muy duro para Naoko. Compréndelo.
Hablando sin ambages, ahora ella no está bien. Lucha con todas sus fuerzas para
mejorar, pero todavía no se aprecian los resultados.
»La primera señal de alarma fue no poder escribir. Esto ocurrió a finales de
noviembre o principios de diciembre. Luego empezó a oír voces. Cuando se
disponía a escribir, las voces de varias personas se lo impedían. Interferían a la
hora de elegir las palabras. Hasta tu segunda visita, los síntomas fueron
relativamente leves, y yo, la verdad sea dicha, no me los tomé en serio. Nosotros