Page 159 - Tokio Blues - 3ro Medio
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El único recuerdo que conservo de 1969 es el de un lodazal inmenso. Un profundo lodazal,
viscoso y pesado, donde cada vez que daba un paso se me hundían los pies. Y yo lo cruzaba
haciendo un esfuerzo sobrehumano. No veía nada, ni delante ni detrás de mí. Sólo un cenagal de
tintes oscuros extendiéndose hasta el infinito.
El tiempo transcurría al ritmo de mis pasos. A mi alrededor, hacía tiempo que todos habían
emprendido la marcha, y yo y mi tiempo seguíamos arrastrándonos con torpeza por aquel lodazal.
A mi alrededor, el mundo estaba a punto de experimentar grandes transformaciones. John
Coltrane y otros muchos habían muerto. La gente clamaba cambios, y éstos se encontraban a la
vuelta de la esquina. Pero los acontecimientos que tuvieron lugar, todos y cada uno de ellos, no
fueron más que pantomimas carentes de entidad y significado. Y yo me limitaba a vivir día tras
día sin apenas levantar la cabeza. Lo único que se reflejaba en mis pupilas era aquel lodazal
infinito. Levantaba el pie derecho, luego el izquierdo, de nuevo el pie derecho. Ni siquiera sabía
con certeza dónde me encontraba. No lograba orientarme. Sólo sabía que tenía que dirigirme a
alguna parte y, por ese motivo, movía los pies.
Cumplí veinte años, el otoño dio paso al invierno, pero mi vida no experimentó cambio
alguno. Asistía sin interés a las clases, trabajaba tres veces por semana, de cuando en cuando
releía El gran Gatsby, y los domingos hacía la colada y escribía largas cartas a Naoko. A veces
quedaba con Midori para comer, íbamos al zoológico o al cine. La venta de la librería Kobayashi
prosperó, y Midori y su hermana alquilaron un piso de dos dormitorios cerca de la estación de
Myōgadani, adonde pronto se mudaron. Midori me dijo que cuando su hermana se casara ella se
mudaría a otro apartamento. Un día me invitó a comer. El piso era bonito y soleado, y Midori
parecía encontrarse mucho más a gusto en él que en la librería Kobayashi.
Nagasawa me propuso varias veces salir con él, pero yo siempre me negué aduciendo que
tenía un compromiso. Me daba pereza, simplemente. No puedo decir que no me apeteciera
acostarme con alguna chica. Pero me hastiaba pensar en todo el proceso: salir de noche a beber,
buscar a la chica adecuada, charlar e ir a un hotel. Con todo, respetaba a alguien como Nagasawa,
capaz de repetir el mismo ritual una y otra vez sin experimentar fastidio o aburrimiento. Quizá se
debía a lo que Hatsumi me había comentado, pero me hacía más feliz pensar en Naoko que
acostarme con chicas estúpidas de las que no sabía ni el nombre. El tacto de los dedos de Naoko
conduciéndome a la eyaculación en medio de aquel prado permanecía más vivo en mi memoria
que cualquier otro recuerdo.
A principios de diciembre escribí a Naoko preguntándole si podía ir a visitarla durante las
vacaciones de invierno. Me respondió Reiko. En la carta me decía que estarían muy contentas de
verme, que les hacía mucha ilusión. Me contestaba ella porque, al parecer, en los últimos tiempos
Naoko no se sentía capaz de escribir. Esto no quería decir que su estado hubiese empeorado, no
debía preocuparme. Aquello iba a rachas.
Cuando empezaron las vacaciones de la universidad, metí mis cosas en la mochila, me calcé
las botas de nieve y salí para Kioto. Tal como me había anunciado aquel extraño médico, las
montañas cubiertas de nieve ofrecían un panorama de una belleza extraordinaria. Igual que la vez
anterior, dormí en la habitación de Naoko y Reiko y, de manera similar a la anterior, permanecí
tres días en aquel lugar. Al anochecer, Reiko tocaba la guitarra y charlábamos. Durante el día, en
vez de ir de excursión, los tres hacíamos esquí de fondo. Tras una hora deslizándome por las
montañas sobre los esquís, me sentía sin aliento y bañado en sudor. En mi tiempo libre ayudaba a
retirar la nieve. Aquel extraño médico, el doctor Miyata, volvió a acercarse a nuestra mesa