Page 163 - Tokio Blues - 3ro Medio
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jornada, cenaba en un restaurante barato, bebía unas cervezas, volvía a casa, jugaba con el gato y
               me dormía. Transcurrieron dos semanas sin que me llegara una respuesta de Naoko.
                   Un día, mientras estaba pintando, me acordé de Midori. Hacía casi tres semanas que no me
               había puesto en contacto con ella; no le había informado siquiera de mi cambio de domicilio. Le
               había dicho, eso sí, que pensaba mudarme pronto, a lo que ella repuso: «¿De veras?». Eso había
               sido todo.
                   Entré en una cabina telefónica y marqué su número. Contestó una chica que debía de ser su
               hermana y, al decirle mi nombre, me dijo:
                   —Espera un momento.
                   Por más que aguardé, Midori no se puso al aparato.
                   —Midori  dice  que  está  muy  enfadada  y  no  quiere  hablar  contigo  —me  informó  su
               hermana—. Te mudaste sin avisarla. Desapareciste sin decirle siquiera adonde ibas. Ahora ella
               está furiosa. Y cuando se enfada, no se le pasa así como así. Es igual que un animalito.
                   —Puedo explicárselo. Por favor, dile que se ponga un momento.
                   —No quiere escuchar tus explicaciones.
                   —Entonces,  ¿te  importa  si  te  lo  explico  y  luego  tú  se  lo  cuentas  a  ella?  Me  sabe  mal
               pedírtelo, pero...
                   —¡Ni  hablar!  —me  espetó  su  hermana—.  Esto  se  lo  cuentas  tú  directamente.  Eres  un
               hombre. Asume tus responsabilidades.
                   ¡Qué remedio! Le di las gracias y colgué el auricular. Midori tenía sus motivos para estar
               enfadada. Al mudarme, había estado tan ocupado en arreglar la casa y en trabajar para costearme
               los gastos que me había olvidado de ella. Y no sólo de Midori. Ni siquiera había pensado en
               Naoko. Aquello era muy propio de mí: cuando algo me absorbía perdía de vista el mundo que me
               rodeaba.  Intenté imaginar cómo  me hubiera sentido si  Midori se hubiera mudado sin  decirme
               nada y hubiera permanecido tres largas semanas sin ponerse en contacto conmigo. Es probable
               que me hubiese sentido herido. Profundamente herido. Porque, aunque no fuésemos novios, había
               más intimidad entre nosotros que entre muchas  parejas.  Al pensarlo, me sentí  angustiado. No
               soporto herir a las personas y encima a alguien a quien quería tanto.
                   Al  volver  del  trabajo,  me  senté  al  escritorio  y  le  escribí  una  carta.  Se  lo  conté  todo  con
               franqueza.  Sin  excusas  ni  explicaciones,  me  disculpé  por  mi  falta  de  atención  y  por  mi
               insensibilidad. «Tengo muchas ganas de verte. Quiero enseñarte mi nueva casa. Respóndeme, por
               favor», le escribí. Le pegué un sello de correo urgente y eché la carta al buzón.
                   Por más que esperé, no me llegó respuesta.
                   La  primavera  empezó  de  forma  extraña.  Permanecí  todas  las  vacaciones  esperando  a  que
               respondieran a mis cartas. No pude ir de viaje, no pude ir a visitar a mis padres, no pude ir a
               trabajar. Porque no sabía cuándo llegaría la carta de Naoko diciéndome en qué fecha podía ir a
               visitarla. Durante el día me iba a Kichijōji, entraba en un cine a ver una sesión doble o pasaba
               horas leyendo en algún jazz café. No veía a nadie, apenas hablaba con nadie. Una vez por semana
               le  escribía  a  Naoko.  En  las  cartas,  jamás  mencionaba  que  estaba  esperando  su  respuesta.  No
               quería  presionarla.  Le  hablaba  de  mi  trabajo  como  pintor  y  de  Gaviota,  de  las  flores  del
               melocotonero  del  jardín,  de  lo  amable  que  era  la  señora  de  la  tienda  de  tōfu  y  de  lo
               malintencionada que era la de la tienda de comida preparada; le contaba lo que cocinaba todos los
               días. Seguía sin responderme.
                   Cuando  me  hartaba  de  leer  y  de  escuchar  música,  cuidaba  el  jardín.  Le  pedí  prestados  al
               dueño  un  escobón,  un  rastrillo,  una  pala  y  unas  tijeras  de  podar  y  fui  arrancando  las  malas
               hierbas, recortando los frondosos arbustos. Poco después el jardín quedó irreconocible. Cuando el
               dueño vio los frutos de mi trabajo, me invitó a tomar una taza de té. Nos sentamos en el porche
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