Page 156 - Tokio Blues - 3ro Medio
P. 156
—Eres muy bonita, Midori —corregí.
—¿Cuánto?
—Tan bonita como para hacer que las montañas se derrumben y el mar se seque.
Midori levantó la cabeza y me miró.
—¡Tus expresiones son muy peculiares! —comentó.
—Viniendo de ti, me quedo tranquilo —dije, riéndome.
—Dime más cosas bonitas.
—Me gustas, Midori.
—¿Cuánto?
—Me gustas como un oso en primavera.
—¿«Un oso en primavera»? —Midori volvió a levantar la cabeza—. ¿Qué es esto? ¡«Un oso
en primavera»!
—Imagina que paseas sola por un prado y se te acerca un osito con la piel aterciopelada y
unos ojazos. De pronto el osito te dice: «¡Buenos días, señorita! ¿Quiere usted rodar conmigo?».
Entonces tú y el osito os pasáis el día entero rodando abrazados por una ladera sembrada de
tréboles. Es bonito, ¿no?
—Muy bonito.
—Pues a mí me gustas tanto como eso.
Midori me abrazó con fuerza.
—Es lo mejor que he oído nunca —agradeció—. Si tanto te gusto, ¿harás caso de cualquier
cosa que te diga? ¡Y no te enfades!
—Claro.
—¿Me cuidarás siempre?
—Claro. —Y le acaricié su pelo corto, parecido al de un bebé—. Todo irá bien. No te
preocupes por nada.
—Tengo miedo —dijo Midori.
La abracé con dulzura hasta que sus hombros empezaron a subir y bajar rítmicamente y
empezó a oírse la respiración del sueño. Me deslicé con cuidado fuera de la cama, fui a la cocina
y bebí una cerveza. No tenía sueño, así que pensé en leer algo, pero a mi alrededor no había
ningún libro. Entonces se me ocurrió ir a la habitación de Midori y tomar alguno de la estantería,
pero temí hacer ruido y despertarla.
Estaba tomando la cerveza cuando de pronto recordé que me hallaba en una librería. Bajé a la
tienda, encendí la luz y rebusqué en la estantería de los libros de bolsillo. No me apetecía ningún
libro en especial, pues había leído la mayoría de ellos. Al final, me decidí por un descolorido
ejemplar de Bajo las ruedas de Hermann Hesse, que aparentemente llevaba mucho tiempo en la
tienda, y dejé el importe al lado de la caja registradora. Al menos, había contribuido a reducir las
existencias de la librería Kobayashi.
Sentado a la mesa de la cocina, entre trago y trago de cerveza, leí Bajo las ruedas. Lo había
leído el año de mi ingreso en secundaria. Y ahora, ocho años después, lo releía a medianoche, en
la cocina de la casa de una chica, vestido con un pijama de su padre muerto que me iba pequeño.
«¡Qué extraño!», pensé. «De no encontrarme en esta situación, jamás hubiera releído este libro.»
Bajo las ruedas, pese a tener pasajes un tanto anticuados, es una buena novela. Y yo, en
aquella cocina sumida en la quietud, de madrugada, la leí con placer. En un anaquel encontré una
botella polvorienta de brandy, me serví un poco en una taza de café y lo bebí. El alcohol me
templó el cuerpo, pero el sueño se resistía a visitarme.
Poco antes de las tres, comprobé que Midori dormía profundamente. Debía de estar exhausta.
La luz de las farolas de la calle, que se erguían al otro lado de la ventana, inundaban la habitación