Page 157 - Tokio Blues - 3ro Medio
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de una pálida luz blanca, parecida a la de la luna. Midori dormía dándole la espalda a la luz. Su
cuerpo permanecía completamente inmóvil, como si estuviera congelado. No se escuchaba más
que la acompasada respiración del sueño. Pensé que su manera de dormir era idéntica a la de su
padre.
Al lado de la cama estaba la maleta de viaje, en el mismo sitio donde la había dejado, y la
gabardina colgaba del respaldo de la silla. Sobre el pupitre reinaba un orden absoluto; de la pared
de enfrente colgaba un calendario de Snoopy. Entreabrí las cortinas y bajé la mirada hacia la
calle, desierta. Todas las tiendas tenían la persiana bajada; delante de la bodega, las máquinas
expendedoras de bebidas, alineadas, como agazapadas, aguardaban con paciencia el amanecer.
De vez en cuando el grave chirrido de los neumáticos de los camiones de largo recorrido hacía
vibrar el aire. Fui a la cocina, me serví más brandy y seguí leyendo Bajo las ruedas.
Cuando terminé de leerlo, el cielo empezaba a clarear. Calenté agua, tomé una taza de café
instantáneo, escribí con un bolígrafo una nota en un bloc que había sobre la mesa de la cocina.
«He bebido de tu brandy y he comprado Bajo las ruedas. Ya ha amanecido y me vuelvo a casa.
Adiós.» Y, tras dudar un poco, añadí: «Estás muy guapa cuando duermes». Luego lavé la taza,
apagué las luces de la cocina, bajé las escaleras, levanté la persiana metálica intentando hacer el
menor ruido posible y salí a la calle. Me preocupaba que algún vecino me viera, pero no eran
siquiera las seis de la mañana y no había nadie deambulando por las calles. Sólo los cuervos,
posados sobre el tejado, oteaban los alrededores. Tras lanzar una breve mirada hacia la ventana
de Midori, de donde colgaban unas cortinas color rosa, caminé hasta la parada del tranvía, me
apeé en la última estación y me dirigí a la residencia. Encontré una cafetería abierta y allí
desayuné arroz, misoshiru, tsukemono y tortilla. Rodeé la residencia, fui hacia la parte trasera y
golpeé con suavidad la ventana de la habitación de Nagasawa, en la planta baja. Me abrió
enseguida la ventana.
—¿Te apetece una taza de café? —me dijo.
Decliné su oferta. Le di las gracias, me retiré a mi habitación, me lavé los dientes, me quité
los pantalones, me deslicé entre las sábanas, cerré los ojos con fuerza. Pronto me sumergí en un
sueño sin sueños, pesado como una puerta de plomo.
Todas las semana escribía y recibía cartas de Naoko. No eran muy extensas. Me decía que, al
empezar noviembre, de noche el frío arreciaba y se dejaba sentir por las mañanas.
«Tu regreso a Tokio coincidió con la llegada del otoño, así que no dudo en achacar la
sensación que tengo de que se ha abierto un agujero en mi interior a tu ausencia o a la estación.
Reiko y yo hablamos mucho de ti. Te manda recuerdos. Ella sigue siendo tan amable conmigo
como siempre. Creo que si no la tuviera a mi lado no podría soportar la vida que llevo aquí.
Cuando me siento sola, lloro. Reiko me dice que es bueno llorar. Pero sentirse sola es muy duro.
Cuando me siento sola, hay algunas personas que me hablan desde las tinieblas. Igual que los
árboles mecidos por el viento susurran en la noche, ellos se dirigen a mí. Kizuki y mi hermana
me hablan de este modo. También ellos se sienten solos y buscan a alguien con quien charlar.
»A veces, en las noches de soledad y sufrimiento, releo tus cartas. Me aturde el alud de
noticias procedentes del exterior, pero a la vez todo lo que me cuentas del mundo me tranquiliza.
Es algo extraño, ¿verdad? Por eso releo tus cartas constantemente. También Reiko las lee. Y
hablamos sobre lo que escribes. Me gustó mucho lo que me contaste sobre el padre de esa chica,
Midori. Esperamos con mucha ilusión tu carta semanal como uno de nuestros entretenimientos,
ya que aquí una carta es una diversión.