Page 152 - Tokio Blues - 3ro Medio
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—Watanabe, cuando miras una cosa así, ¿se te levanta? —me preguntó.
—A veces —dije—. De hecho, estas películas las hacen con esta intención.
—Entonces en esas escenas a todos los presentes se les levanta. ¡Zas!, treinta o cuarenta
penes poniéndose tiesos a la vez. Al pensarlo se tiene una sensación muy extraña, ¿verdad?
—Ahora que lo dices, sí.
Dentro de lo que cabía esperar, la segunda fue una película más normal y, justamente por eso,
más aburrida todavía que la primera. Había muchas escenas de sexo oral y, cada vez que salía en
pantalla una felación, un cunnilingus o un sesenta y nueve, el recinto se inundaba de lametones y
succiones a todo volumen. Me aturdió pensar en el curioso planeta donde vivía.
—¿A quién debe de habérsele ocurrido introducir ahí este sonido? —le pregunté a Midori.
—¡A mí me encanta! —dijo ella.
En la pantalla se veía el pene entrando y saliendo de la vagina. Hasta entonces, yo jamás me
había percatado de la existencia de semejante sonido. Los jadeos del hombre, «¡Oh!», «¡Ah!», y
los gemidos de la mujer, «¡Sí, sí!» o «¡Más, más!», eran relativamente comunes. Incluso se oía
rechinar la cama. Esta escena se alargó bastante. Al principio, Midori la observaba con interés,
pero, tal como era de prever, pronto se hartó y me propuso que nos fuéramos. Nos levantamos,
salimos del cine y por fin respiramos aire fresco. Por primera vez en mi vida, el aire de Shinjuku
me pareció refrescante.
—¡Qué divertido! —exclamó Midori—. Volveremos otro día.
—Estas películas son todas iguales —comenté.
—¡Y qué esperabas! Todos hacemos siempre lo mismo.
Tuve que darle la razón.
Después entramos en un bar y tomamos una copa. Yo bebí un vaso de whisky, Midori, dos o
tres copas de no sé qué cóctel. Al salir del local, se empeñó en trepar a un árbol.
—Por aquí no hay árboles. Además, estás demasiado borracha para subirte a uno —le
advertí.
—Eres siempre tan sensato que acabas deprimiendo al personal. Estoy borracha porque me
da la gana. ¿Pasa algo? Y, aunque lo esté, puedo subirme a los árboles. ¡Eso es! Me subiré a uno
muy, muy alto y me haré pipí encima de la gente, como si fuera una cigarra.
—¿No será que tienes ganas de ir al baño?
—Sí.
La llevé hasta unos servicios de pago de la estación de Shinjuku, introduje una moneda,
empujé a Midori dentro, compré la edición vespertina del periódico y esperé leyéndolo a que
saliera. Pero no aparecía. Al cabo de quince minutos, cuando, preocupado, me disponía a
comprobar qué le había ocurrido, ella por fin salió. Estaba bastante pálida.
—Perdona. Me he quedado dormida allí sentada —se excusó.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté poniéndole el abrigo.
—No muy bien.
—Te acompaño a tu casa —dije—. Una vez allí, te das un baño caliente, despacito, y te
acuestas. Estás cansada.
—No quiero volver a casa. Allí no hay nadie, no quiero dormir sola.
—¿Y entonces qué vas a hacer?
—Entrar en un love hotel de por aquí y dormir abrazada a ti. Mañana, después de desayunar,
nos iremos juntos a clase.
—Cuando me llamaste ya tenías esta idea.
—Claro.