Page 151 - Tokio Blues - 3ro Medio
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A Midori se le iluminó el rostro e hizo chasquear los dedos.
                   —¿Y qué tal?
                   —Cuando estaba a medias, me dio vergüenza y lo dejé correr.
                   —¿No se te levantaba?
                   —No.
                   —¡Eso no puede ser! —Me miró de reojo—. No debes avergonzarte. Tienes que pensar en
               guarradas. Si te doy permiso, tú adelante. ¡Ya sé! La próxima vez te hablaré por teléfono. ¡Ah,
               ah!...  ¡Así,  así!...  ¡Me  gusta,  me  gusta!...  No,  no...  ¡Ah!  ¡Me  corro!...  ¡No  hagas  eso!  Y  tú,
               mientras tanto, te masturbas.
                   —En  la  residencia  el  teléfono  está  en  el  vestíbulo,  junto  a  la  entrada.  Siempre  hay  gente
               entrando y saliendo —le expliqué—. Si me masturbara en un lugar así, el director de la residencia
               me mataría de un guantazo. No me cabe duda.
                   —¡Vaya problema!
                   —Problema, ninguno. Un día de éstos volveré a intentarlo.
                   —¡Ánimo!
                   —Sí.
                   —Quizá no soy lo bastante sexy —dijo Midori.
                   —No, no se trata de eso —repuse—. Es..., cómo te lo diría, una cuestión de posiciones.
                   —Tengo la espalda muy sensible. Sólo con pasarme un dedito...
                   —Lo tendré en cuenta.
                   —¿Vamos a ver una película porno? Una de ésas sadomaso, una muy bestia —sugirió.
                   Cenamos en un restaurante cuya especialidad era la anguila, y luego, en el mismo Shinjuku,
               entramos en un cine, cutre como había pocos, y compramos dos entradas para una sesión de tres
               películas para adultos. En el periódico habíamos visto que aquél era el único lugar donde pasaban
               películas sadomaso. El cine olía a algo indefinible. Entramos justo a tiempo: la primera película
               estaba a punto de comenzar. Era una historia de dos hermanas —la mayor, oficinista, y la menor,
               estudiante  de  bachillerato—  a  quienes  un  puñado  de  hombres  raptaban  y  sometían  a  diversas
               prácticas sádicas. El argumento era el siguiente: unos tíos infligían todo tipo de vejaciones a la
               hermana  mayor  bajo  la  amenaza  de  violar  a  la  menor,  pero,  en  éstas,  la  mayor  acababa
               convirtiéndose en una masoquista de tomo y lomo, y la menor, por su parte, obligada a ver lo que
               le hacían a su hermana, se volvía loca. Era una historia tan reiterativa y deprimente que a media
               película ya estaba aburriéndome.
                   —Yo, de haber sido la hermana menor, no me hubiera vuelto loca por tan poca cosa. Hubiera
               mirado con los ojos bien abiertos —dijo Midori.
                   —No lo dudo.
                   —¿No crees  que la hermana menor tiene los  pezones  muy oscuros para ser una colegiala
               virgen?
                   —Sí.
                   Ella disfrutaba con cada escena, parecía que fuera a devorar la película. «Viéndola con tanto
               interés,  realmente  amortiza  el  precio  de  la  entrada»,  pensé  admirado.  Midori,  cada  vez  que
               descubría algo nuevo, me informaba.
                   «¡Mira, mira lo que hacen! ¡Es increíble!» O también: «¡Es horrible! ¡Qué fuerte que te lo
               hagan tres a la vez! A mí me rasgarían, seguro». O esto otro: «Watanabe, a mí me gustaría hacer
               una cosa así». Y cosas por el estilo. Me resultaba mucho más interesante mirarla a ella que ver la
               película.
                   En  el  intermedio  barrí  con  los  ojos  la  sala  iluminada.  Midori  era  la  única  mujer  entre  el
               público. Al verla, unos chicos con pinta de estudiantes se sentaron mucho más allá.
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