Page 146 - Tokio Blues - 3ro Medio
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—¡Vaya! —Suspiré y bebí el resto de la cerveza—. Debe de ser magnífico estar tan seguro
de que amas a alguien.
—No soy más que una mujer tonta y chapada a la antigua —repitió Hatsumi—. ¿Quieres más
cerveza?
—No, gracias. Debo irme. Gracias por el vendaje y la cerveza.
Mientras me levantaba y me ponía los zapatos junto a la puerta, sonó el teléfono. Hatsumi me
miró, miró hacia el teléfono, volvió a mirarme a mí.
—Buenas noches. —Me despedí.
Abrí la puerta y salí. Cuando me disponía a cerrarla sin hacer ruido, vi de refilón a Hatsumi
con el auricular en la mano. Ésta es la última imagen que conservo de ella.
Llegué a la residencia a las once y media. Fui directamente a la habitación de Nagasawa y
llamé a la puerta. Al décimo golpe, me acordé de que era un sábado por la noche.
Los sábados por la noche Nagasawa, con el pretexto de alojarse en casa de unos parientes,
pedía un permiso de pernoctación.
Entonces me dirigí a mi cuarto, me quité la corbata, colgué la chaqueta y los pantalones de
una percha, me puse el pijama, me lavé los dientes. Pensé con resignación que el día siguiente
sería domingo. Me dio la impresión de que cada cuatro días llegaba el domingo. Al cabo de dos
domingos cumpliría veinte años. Me tumbé en la cama contemplando el calendario colgado de la
pared, sumido en la tristeza.
El domingo por la mañana me senté a la mesa y escribí a Naoko, como de costumbre.
Redacté una larga carta mientras tomaba una gran taza de café y escuchaba un viejo disco de
Miles Davis. Al otro lado de la ventana caía una lluvia fina, el interior de la habitación estaba frío
como un acuario. El jersey de lana grueso que acababa de sacar de la caja donde guardaba la ropa
olía a naftalina. En el extremo superior del cristal de la ventana había posada una mosca gorda,
completamente inmóvil. La bandera del sol naciente colgaba, porque no soplaba el viento, lacia y
enrollada al asta como los bajos de la toga de un senador. Un perro color fuego y de aspecto
apocado que se había colado en el jardín andaba olisqueando las flores de los parterres. ¿Qué
pretendía aquel perro olisqueando las flores en un día de lluvia? No logré adivinarlo.
Escribía sentado a la mesa y, cuando la mano derecha, que sostenía la pluma, empezaba a
dolerme, dejaba vagar la mirada en el patio bajo la lluvia.
A Naoko le conté que me había hecho un corte profundo en la palma de la mano mientras
estaba trabajando en la tienda de discos. También le expliqué que el sábado por la noche
Nagasawa, Hatsumi y yo habíamos ido a celebrar que Nagasawa había aprobado el examen del
Ministerio de Asuntos Exteriores. Le describí el restaurante y la comida que nos habían servido.
Le conté que la comida era muy buena, pero a media cena empezó a haber muy mal ambiente. Al
abordar que Hatsumi y yo habíamos ido al billar, no sabía si comentar algo sobre Kizuki. Al
final, decidí que sí. Me pareció que debía hacerlo.
«Recuerdo claramente el último golpe de bola que Kizuki dio el día en que se mató. Era un
golpe muy difícil, y yo no creía que fuera a lograrlo. Pero, tal vez por casualidad, el golpe fue
perfecto y sobre el fieltro verde las bolas blancas y rojas fueron chocando unas con otras
suavemente, casi sin hacer ruido, y aquella tirada le dio a Kizuki los puntos necesarios para la
victoria. Fue un golpe tan hermoso, tan impresionante que, aún hoy, puedo recordarlo a la
perfección. Desde entonces, dos años y medio atrás, no había vuelto a jugar al billar.