Page 10 - Tokio Blues - 3ro Medio
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seminarios a los que asistían los fundadores; quien pertenecía a ese club tenía un puesto de
trabajo asegurado al terminar los estudios. No puedo juzgar cuál de las hipótesis era cierta, pero
todas ellas coincidían en un mismo aspecto: allí había gato encerrado.
Pasé en aquella residencia sospechosa los dos años que van de la primavera de 1968 a la
primavera de 1970. Si me preguntaran por qué permanecí tanto tiempo allí, no sabría qué
responder. En cuanto a la vida cotidiana, no hay tanta diferencia entre la derecha y la izquierda, o
entre parecer mejor o peor de lo que uno es en realidad.
El día empezaba con la ceremonia solemne de izamiento de la bandera. Himno nacional
incluido, por supuesto. Del mismo modo que en televisión la melodía de inicio de un programa
no puede separarse de las noticias deportivas, el himno nacional no puede desligarse del
izamiento de la bandera. El podio estaba en el centro del patio para que pudiera verse desde las
ventanas de todos los bloques.
Izar la bandera era función del celador del bloque este (donde estaba mi dormitorio), un
personaje de unos sesenta años, alto y de mirada acerada. En su pelo espeso se entreveían algunas
canas y lucía una larga cicatriz en la nuca tostada por el sol. Se rumoreaba que el sujeto procedía
de la Escuela Militar de Espionaje del Ejército de Tierra de Nakano. A su lado, un estudiante
oficiaba de asistente en la ceremonia. Tampoco a ése lo conocía nadie: cabeza rapada, siempre
vestido de uniforme. No sé cómo se llamaba ni en qué habitación vivía. Jamás habíamos
coincidido en el comedor o en el baño. Ni siquiera estoy seguro de que fuera estudiante. En fin, si
llevaba uniforme, debía de serlo. Era lo único que cabía pensar. Y, al contrario que don Escuela-
Militar-de-Nakano, éste era bajo, rollizo, de tez pálida. Cada día a las seis de la mañana aquella
pareja, siniestra en extremo, izaba el sol naciente en el patio.
En mis primeros tiempos en la residencia, movido por la curiosidad, solía levantarme a las
seis de la mañana para presenciar aquel ritual patriótico. Y, a las seis de la mañana, casi en el
mismo instante en que la radio daba la señal horaria, aparecía aquella pareja. Uniforme, así
llamábamos al asistente, llevaba, por supuesto, el uniforme de estudiante y unos zapatos negros
de piel; Escuela-Militar-de-Nakano, una cazadora y unas zapatillas de deporte blancas. Uniforme
sostenía una caja alargada de madera de paulonia. Escuela-Militar-de-Nakano, un magnetófono
portátil de la casa Sony. Escuela-Militar-de-Nakano depositaba el magnetófono a los pies del
podio. Uniforme abría la caja de madera de paulonia. Dentro estaba la bandera nacional, doblada
con esmero. Uniforme entregaba ceremoniosamente la bandera a Escuela-Militar-de-Nakano.
Éste la ensartaba en la cuerda. Uniforme pulsaba el botón del magnetófono.
«Que tu reinado...»
Y la bandera ascendía deslizándose por el asta.
«... perdure hasta que...»
En este instante la bandera estaba a media asta.
«... las pequeñas piedras...»
Ya había alcanzado lo más alto. Y ambos se cuadraban adoptando la posición de «¡Firmes!»
y miraban la bandera de frente. Si el cielo estaba despejado y tenían la suerte de que soplara el
viento, aquél era un hermoso espectáculo.
Al atardecer se arriaba la bandera siguiendo el mismo ritual. Sólo que en orden inverso al
matutino. Se arriaba la bandera y se guardaba dentro de la caja. Durante la noche no ondeaba.
¿Por qué tenían que arriarla de noche? Las razones se me escapaban. La nación sigue
existiendo durante la noche, y hay mucha gente que trabaja a esas horas. Las brigadas del
ferrocarril, los taxistas, las chicas de alterne, los bomberos con turno de noche, los guardas
nocturnos de los edificios... Me parecía injusto que todas las personas que trabajaban de noche no
contaran con la tutela del Estado. Aunque era cierto, quizá no tenía mucha importancia. Tal vez