Page 143 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Su  pérdida  es  insoportablemente  triste  y  amarga,  incluso  para  mí.»  Rompí  la  carta.  Jamás  he
               vuelto a escribirle.

                   Hatsumi y yo entramos en un bar y tomamos varias copas. Apenas charlamos. Sentados el
               uno frente al otro, en silencio, igual que un matrimonio aburrido, bebimos y comimos cacahuetes.
               Cuando el local se llenó, decidimos dar un paseo. Hatsumi se ofreció a pagar la cuenta, pero yo le
               dije que había sido yo quien la había invitado y la aboné.
                   Fuera había refrescado. Hatsumi se echó una chaqueta gris claro sobre los hombros. Continuó
               sin hablar, y yo anduve a su lado. Caminamos por las calles oscuras, despacio y sin rumbo, yo
               con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón.  «Igual que cuando andábamos Naoko  y
               yo», se me ocurrió pensar.
                   —Watanabe, ¿conoces algún billar por aquí? —me preguntó Hatsumi de repente.
                   —¿Un billar? —repetí sorprendido—. ¿Juegas al billar?
                   —Sí, y bastante bien. ¿Y tú?
                   —Sé jugar con cuatro bolas. Pero no soy muy bueno.
                   —Vamos.
                   Encontramos  un  billar  por  allí  cerca.  Era  un  pequeño  local  en  el  fondo  de  un  callejón.
               Nuestro aspecto —Hatsumi con su elegante vestido y yo con chaqueta azul marino y corbata—
               llamaba la atención en aquel billar, pero ella, sin concederle importancia alguna, eligió un taco y
               frotó la tiza por la punta. Después sacó un pasador del bolso y se recogió el pelo hacia un lado
               para que no le molestara mientras jugaba.
                   Hicimos dos partidas de cuatro bolas. Hatsumi, tal como había dicho, era muy buena, y yo,
               con el grueso vendaje que me envolvía la mano, no podía golpear bien la bola. Su victoria fue
               aplastante.
                   —¡Qué bien juegas! —le dije admirado.
                   —Las apariencias engañan. —Hatsumi sonrió mientras colocaba las bolas con cuidado sobre
               la mesa de billar.
                   —¿Dónde aprendiste a jugar así?
                   —Mi  abuelo  era  un  hombre  de  mundo  y  se  hizo  llevar  una  mesa  de  billar  a  casa.  Desde
               pequeña, cuando iba a visitarlo jugaba con mi hermano. Al crecer, mi abuelo me enseñó a jugar
               bien. Era una buena persona. Guapo y elegante. Pero ya ha muerto. Siempre presumía de haber
               conocido tiempo atrás a Deanna Durbin en Nueva York.
                   Hatsumi acertó tres veces seguidas y falló la cuarta. Yo acerté una por los pelos y fallé un
               golpe fácil.
                   —Es culpa del vendaje —me consoló Hatsumi.
                   —Hacía mucho que no jugaba. Dos años y cinco meses.
                   —¿Por qué te acuerdas tan bien?
                   —Porque la última vez jugué con un amigo que se murió aquella misma noche.
                   —¿Y no has jugado desde entonces?
                   —No, no es por eso —respondí después de reflexionar un momento—. Simplemente, no he
               tenido la ocasión de jugar.
                   —¿Cómo murió tu amigo?
                   —En un accidente de tráfico —mentí.
                   Cuando enfilaba las bolas, ponía una mirada concentrada, y la manera de medir la fuerza al
               golpearlas era precisa. Al observarla —su cabello peinado con esmero hacia atrás, los pendientes
               de oro brillando, los  escarpines firmemente  clavados  en  el  suelo, sus  finos  y hermosos dedos
               presionados contra el fieltro al golpear la bola—, me pareció que el rincón de aquel antro sucio se
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