Page 142 - Tokio Blues - 3ro Medio
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El camarero regresó con la tarjeta de crédito. Nagasawa, tras comprobar el importe, firmó
con un bolígrafo. Luego nos levantamos y salimos del restaurante. Nagasawa se adelantó hacia la
calzada; se disponía a parar un taxi cuando Hatsumi lo detuvo.
—Gracias. Pero hoy no me apetece estar más tiempo contigo. No hace falta que me lleves a
casa. Gracias por la cena.
—Como quieras —terció Nagasawa.
—Ya me acompañará Watanabe.
—Tú misma. Pero te advierto que Watanabe es igual que yo. Amable y cariñoso, pero
incapaz de amar a nadie con el corazón en la mano. Hay una parte de él que siempre está alerta,
siente un ansia que lo devora. Lo sé de sobra.
Paré un taxi, dejé subir a Hatsumi primero y después informé a Nagasawa de que la
acompañaba.
—Me sabe mal —dijo Nagasawa, pero se veía a las claras que ya estaba pensando en otra
cosa.
—¿Adonde vamos? ¿Vuelves a Ebisu? —le pregunté a Hatsumi. Su apartamento estaba en
Ebisu. Hatsumi hizo un gesto negativo con la cabeza—. ¿Te apetece tomar una copa?
—Sí.
—A Shibuya —le indiqué al conductor.
Hatsumi cruzó los brazos, cerró los ojos y se recostó en el asiento del taxi. Los pendientes de
oro refulgían con el vaivén del vehículo. El vestido azul medianoche parecía haber sido
confeccionado a propósito para la oscuridad del interior del taxi. Los labios bien delineados de
Hatsumi, pintados en un tono pálido, temblaban como si ella misma temiera abrir la boca e iniciar
un monólogo. Mirándola de aquella forma, comprendí por qué Nagasawa la había elegido para
ser su novia. Quizás hubiera muchas mujeres más hermosas que Hatsumi y probablemente
Nagasawa podía seducir a muchas de ellas. Pero Hatsumi poseía algo que hacía estremecer el
corazón de las personas. No lo lograba con un gran despliegue de energía. La fuerza que emanaba
de ella estaba escondida, pero despertaba la empatía en los demás. En el taxi, de camino a
Shibuya, mientras la observaba, me pregunté qué era aquella emoción que yo sentía de pronto.
Pero entonces no logré hallar la respuesta.
La descubrí doce o trece años después. Había viajado a Santa Fe, Nuevo México, para
entrevistar a un pintor. Al atardecer entré en una pizzería y, mientras bebía cerveza y tomaba una
pizza, contemplé una puesta de sol tan hermosa que parecía un milagro. El mundo entero estaba
teñido de rojo. Mi mano, el plato, la mesa..., todo lo que había ante mis ojos estaba teñido de
rojo. De un rojo tan brillante que parecía bañado en un jugo de frutas. En aquel atardecer
abrumador me acordé de Hatsumi. Y comprendí qué había sido el estremecimiento del corazón
que ella me había provocado. Era un anhelo adolescente que no había sido, ni sería jamás,
colmado. Durante mucho tiempo guardé este anhelo ardiente y puro en mi interior, hasta el punto
que incluso había terminado olvidándome de su existencia. Hatsumi había despertado una parte
de mí que llevaba largo tiempo durmiendo. Al darme cuenta, me sentí tan triste que se me
saltaron las lágrimas. Ella había sido una mujer excepcional. Alguien hubiera debido salvarla.
Pero ni Nagasawa ni yo pudimos hacerlo. Hatsumi —como habían hecho muchos conocidos
míos—, al llegar a cierto estadio de su vida, decidió sin más terminar con su existencia. Dos años
después de que Nagasawa se marchara a Alemania, Hatsumi se casó con otro hombre y, pasados
dos años, se abrió las venas con una cuchilla de afeitar. Fue Nagasawa quien me comunicó su
muerte. Me escribió desde Bonn. «Con la muerte de Hatsumi, algo se ha perdido para siempre.