Page 134 - Tokio Blues - 3ro Medio
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quitaron la gorra y me dijeron: «Muchas gracias». En aquel partido entre jóvenes abundaban los
lanzamientos no válidos y el robo de bases.
Por la tarde volví a la habitación, leí un libro y, cuando ya no pude concentrarme en la
lectura, me quedé mirando el techo pensando en Midori. Me pregunté si su padre realmente me
había pedido que cuidara de ella. Quizá me había confundido con otra persona. En todo caso,
había muerto un viernes por la mañana en que caía una lluvia fría, y ahora era imposible
descubrir la verdad. Imaginé que el hombre antes de morir se había encogido todavía más. Y
luego, en el crematorio, su cuerpo había ardido y no habían quedado de él más que cenizas. ¿Qué
dejaba atrás? Una triste librería en un triste barrio comercial y dos hijas de las cuales al menos
una era un poco excéntrica. «¿Qué tipo de vida era ésa?», pensé. ¿Qué debía de estar rumiando su
cabeza abierta y confusa, en el lecho del hospital, cuando me miraba? Pensando estas cosas del
padre de Midori, me entristecí tanto que descolgué la ropa de la azotea antes de que se secara del
todo, me fui a Shinjuku y deambulé por el barrio para matar el tiempo. Las calles atestadas en
domingo me sosegaron. Compré Luz de agosto, de Faulkner, en la librería Kinokuniya, llena
como un tren en hora punta, entré en el jazz café más ruidoso que encontré y escuché a Ornette
Coleman y Bud Powell mientras tomaba una taza de café amargo y leía el libro que acababa de
comprar. A las cinco y media cerré el libro, salí a la calle, tomé una cena ligera. «¿Cuántas
decenas, no, centenares de domingos como éste me quedan por vivir?», me pregunté. «Domingos
tranquilos, apacibles y solitarios», dije en voz alta. Los domingos no me doy cuerda.