Page 129 - Tokio Blues - 3ro Medio
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—Tengo hambre. ¿Le importa que coma los pepinos? —le pregunté.
El padre de Midori no dijo nada. Lavé los tres pepinos en el baño. Luego puse salsa de soja
en un plato, envolví los pepinos con nori, los mojé en la salsa de soja y me dispuse a comerlos.
—Están muy buenos, ¿sabe? —comenté—. Ligeros, frescos, con olor a vida. Unos buenos
pepinos, sí señor. Mucho mejor que un kiwi.
En cuanto terminé el primer pepino, le hinqué el diente al segundo. El curioso crujido que se
escucha al mascar un pepino resonaba en la habitación. Al terminar el segundo, por fin descansé.
Calenté agua en un hornillo de gas del pasillo y me preparé una taza de té.
—¿Le apetece agua o un zumo? —le pregunté.
—Pepino —contestó él.
Sonreí.
—Muy bien. ¿Con nori?
Un leve gesto afirmativo. Volví a alzar la cama, con un cuchillo de la fruta corté el pepino a
trozos, los envolví en nori, los mojé en salsa de soja, los pinché con un mondadientes y se los
acerqué a la boca. Sin alterar la expresión, el padre de Midori los masticó y se los tragó.
—Está bueno, ¿verdad? —le pregunté.
—Bueno —dijo.
—Es importante que uno encuentre buena la comida. Es una prueba de que está vivo.
Acabó comiendo todo el pepino. Después estaba sediento y volví a darle agua de la botella.
Al rato, me indicó que quería orinar, así que saqué el orinal de debajo de la cama y le puse la
punta del pene en la boca del orinal. Fui al baño, tiré la orina, lavé el orinal con agua. Volví a la
habitación y bebí el resto de té.
—¿Cómo se encuentra? —le pregunté.
—Un poco... cabeza...
—¿Le duele la cabeza?
Él hizo una mueca en señal afirmativa.
—Tenga paciencia. Acaban de operarle. Claro que a mí no me han operado nunca y no sé
muy bien qué se siente.
—Billete —dijo.
—¿Billete? ¿Qué billete?
—Midori. Billete.
Enmudecí al no entender de qué me estaba hablando. Él también guardó silencio durante
unos instantes. Luego añadió:
—Por favor.
O eso me pareció oír. Tenía los ojos abiertos como platos y me miraba fijamente. Parecía
querer comunicarme algo, pero yo no tenía ni la más remota idea de qué podía ser.
—Ueno —dijo—. Midori.
—¿La estación de Ueno?
Él asintió haciendo acopio de todas sus fuerzas.
—Billete. Midori. Por favor. Estación de Ueno —resumí.
Sin embargo, el sentido se me escapaba. Me dije que quizás estuviera delirando, pero su
mirada era mucho más lúcida que antes. Alzó el brazo en el que no tenía clavada la aguja del gota
a gota y lo alargó hacia mí. Para él, esto debió de representar un esfuerzo enorme porque se le
quedó la mano temblando, crispada, en el aire. Me levanté y le sujeté aquella mano vacilante. El
repitió, presionando mi mano sin fuerza:
—Por favor.