Page 130 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Le dije que no se preocupara, que me encargaría del billete y de Midori. Entonces él bajó la
               mano  y  cerró  los  ojos,  exhausto.  El  hombre  se  durmió,  respirando  entrecortadamente.  Tras
               comprobar  que  no  estaba  muerto,  salí  fuera,  calenté  un  poco  de  agua  y  bebí  otra  taza  de  té.
               Reconozco que sentí simpatía por aquel hombre moribundo.

                   La esposa del paciente de la cama contigua volvió enseguida. Me preguntó si todo había ido
               bien. Le respondí que sí. Su marido continuaba sumido en un sueño apacible.
                   Midori regresó pasadas las tres.
                   —He estado paseando por el parque —dijo—. Tal como tú me habías dicho, sin hablar con
               nadie, dejando que se me vaciara la cabeza.
                   —¿Y cómo te ha sentado?
                   —Me siento mucho mejor. Gracias por todo.  Aún estoy  cansada, pero  me noto  el  cuerpo
               mucho más ligero. Debía de estar más cansada de lo que suponía.
                   Dado que el padre estaba profundamente dormido y allí no teníamos nada especial que hacer,
               compramos  dos  cafés  en  la  máquina  expendedora  y  los  bebimos  en  la  sala  de  la  televisión.
               Informé  a  Midori  de  todo  lo  ocurrido  durante  su  esencia:  el  padre  había  estado  durmiendo
               profundamente;  al  despertarse,  había  comido  la  mitad  de  los  restos  del  almuerzo  y,  al  verme
               mordisqueando los pepinos, le había apetecido comerse uno entero; luego había orinado y había
               vuelto a dormirse.
                   —Watanabe,  eres  un  chico  extraordinario.  —Midori  estaba  admirada—.  Con  lo  que  nos
               cuesta a todos que pruebe algo..., y tú logras que coma un pepino. Es increíble.
                   —No sé, creo que fue porque vio que yo los comía muy a gusto —dije.
                   —O porque tienes un gran talento para tranquilizar a los demás.
                   —¡Qué dices! —Empecé a reírme—. Conozco a mucha gente que te diría lo contrario.
                   —¿Qué te ha parecido mi padre?
                   —Me gusta. No sé muy bien qué contarle, pero me da la impresión de que es una buena
               persona.
                   —¿Ha estado tranquilo?
                   —Mucho.
                   —La  semana  pasada  fue  horrible.  —Midori  sacudió  la  cabeza—.  Enloqueció,  se  puso
               violento. Me tiraba los vasos y me decía:  «¡Imbécil! ¡Muérete!». En esta enfermedad, a veces
               ocurre. No sé por qué, pero, en un momento determinado, se ponen de mal humor. A mi madre
               también le pasó. ¿Sabes qué me decía ella? «Tú no eres hija mía. Te odio.» Al escucharla, yo lo
               veía todo negro. Por lo visto, es típico de esta enfermedad. Algo presiona una parte del cerebro,
               irrita al enfermo y lo incita a hablar de este modo. Lo sé perfectamente. Pero aun así hiere. Estoy
               aquí, haciendo todo lo que humanamente puedo, y me dicen estas cosas. Me siento fatal.
                   —Sí, ya te entiendo —comenté.
                   Pensé en las palabras incomprensibles que había pronunciado el padre de Midori.

                   —¿«Billete»? ¿«Estación de Ueno»? —repitió Midori—. ¿Qué debe de querer decir con eso?
                   —Y luego ha dicho: «Por favor», «Midori».
                   —¿Quizá te pide que me cuides?
                   —O quiere que vayas a Ueno a comprarle un billete —sugerí—. De todas formas, el orden de
               las palabras era confuso, no se entendía bien el significado. ¿Te dice algo la estación de Ueno?
                   —¿La estación de Ueno? —Midori reflexionó—. Lo único que me recuerda son las dos veces
               que me escapé de casa. En tercero y en quinto de primaria. En ambas ocasiones subí al tren en
               Ueno y me fui a Fukushima. Tomé dinero de la caja registradora de la tienda. Me enfadé por algo
               y me marché. En Fukushima vivía una tía mía que me gustaba mucho. Y allí me fui. Mi padre me
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