Page 133 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Una  semana  después  aún  no  había  recibido  noticias  suyas.  No  la  vi  en  las  clases  de  la
               universidad, ni me llamó. Cada vez que volvía a la residencia miraba si tenía algún recado, pero
               no me había llamado nadie. Una noche, para cumplir mi promesa, intenté masturbarme pensando
               en Midori, pero no resultó. No me quedó otra solución que, a medias, sustituirla por Naoko, pero
               ni siquiera la imagen de Naoko fue de gran ayuda. Acabé sintiéndome estúpido  y desistí. Me
               tomé un vaso de whisky, me lavé los dientes y me acosté.

                   El domingo por la mañana le escribí una carta a Naoko. Le conté que el padre de Midori
               había muerto. Había ido al hospital a visitar al padre de una compañera de clase y comí unos
               pepinos que sobraban. Entonces al padre le apeteció probarlos y comió uno entero. Pero, cinco
               días después, murió.

                   «Recuerdo  con  toda  claridad  el  pequeño  crujido  que  hacía  al  mordisquear  el  pepino.  Las
               personas, al morirnos, dejamos atrás unos pequeños y extraños recuerdos.
                   «Cuando me despierto por las mañanas, todavía en la cama, te imagino a ti y a Reiko en el
               gallinero. Me parece ver a los pavos reales, a las palomas, a los loros y a los pavos. También
               recuerdo  el  chubasquero  amarillo  con  capucha  que  os  ponéis  cuando  llueve.  Es  muy
               reconfortante pensar en ti, yo todavía en la cama y bien tapado. Me da la sensación de que estás
               junto a mí durmiendo hecha un ovillo. Y pienso en lo maravilloso que sería que esto fuese cierto.
                   »A veces me siento muy solo, pero intento afrontar la vida con ánimo. Al igual que todas las
               mañanas  tú  cuidas  de  las  aves  del  gallinero  y  trabajas  en  el  campo,  yo  me  doy  cuerda  a  mí
               mismo. Antes de saltar de la cama, lavarme los dientes, afeitarme, desayunar, vestirme, salir de la
               residencia y llegar a la universidad, ya he dado treinta y seis vueltas a la clavija. Me digo a mí
               mismo:  "¡Vamos!  Hoy  empieza  otro  día.  ¡Ánimo!".  No  me  había  dado  cuenta  de  que  hablo
               mucho solo. Puede que, mientras me doy cuerda, no pare de murmurar todo el tiempo.
                   »Es amargo no poder verte, pero, si tú desaparecieras, mi vida en Tokio sería mucho más
               dura todavía. Es pensando en ti, por las mañanas, en la cama, como me decido a darme cuerda y a
               vivir un nuevo día. Del mismo modo que tú luchas por seguir adelante allí, yo debo luchar por
               seguir adelante aquí.
                   »Pero hoy es domingo y esta mañana no me he dado cuerda. He hecho la colada y ahora
               estoy escribiendo esta carta en mi habitación. Una vez la haya terminado, cuando haya pegado el
               sello y la haya echado al buzón, no tendré nada más que hacer hasta la noche. Los domingos no
               estudio.  Durante  la  semana  ya  estudio  lo  suficiente  en  la  biblioteca,  entre  clases,  así  que  los
               domingos no tengo nada que hacer. Las tardes de domingo son tranquilas, apacibles y solitarias.
               Leo  y escucho música.  A veces  recuerdo, uno a uno, nuestros paseos  por Tokio  en domingo.
               Incluso me acuerdo de la ropa que llevabas puesta. Las tardes de domingo recuerdo un montón de
               cosas.
                   »Dale recuerdos a Reiko. Cuando anochece echo de menos su guitarra.»

                   Cuando terminé de escribir la carta, la eché a un buzón que había a unos doscientos metros
               de la residencia, compré un sándwich de tortilla y una Coca-Cola en una panadería del barrio, me
               senté en un banco del parque y almorcé. En el parque había unos chicos jugando al béisbol y,

               para matar  el  tiempo,  me  quedé  mirándolos.  El  cielo,  conforme  avanzaba  el  otoño,  iba
               volviéndose más azul y más alto y, al alzar distraídamente la mirada, vi dos estelas de un avión
               que avanzaban en línea recta hacia el oeste, paralelas como las vías del ferrocarril. Cuando les
               arrojé a los chicos una pelota que habían bateado fuera del campo hasta rodar a mis pies, ellos se
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