Page 125 - Tokio Blues - 3ro Medio
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—No volverán a abrirle la cabeza, ¿verdad?
                   —Aún no puedo decirte nada. ¡Vaya minifalda llevas hoy!
                   —Bonita, ¿verdad?
                   —¿Cómo te lo montas para subir las escaleras con eso? —preguntó el doctor.
                   —No hago nada. Lo dejo todo bien a la vista —dijo Midori y, a sus espaldas, la enfermera
               soltó una risita.
                   —Un día de éstos deberías ingresar en el hospital y te abriremos la cabeza para ver qué tienes
               dentro. —El médico estaba estupefacto—. Y, en este hospital, hazme el favor de subir y bajar en
               ascensor. No quiero que se incremente el número de enfermos. Demasiado trabajo tengo ya.
                   Poco  después  de  acabar  la  ronda  de  visitas,  llegó  la  hora  del  almuerzo.  Las  enfermeras
               depositaron  la  comida  en  carritos  y  fueron  distribuyéndola  de  habitación  en  habitación.  El
               almuerzo del padre de Midori consistía en potaje, fruta, pescado hervido sin espinas y una especie
               de gelatina de verduras trituradas. Midori hizo que su padre se recostara boca arriba y levantó la
               cama  haciendo  girar  la  manivela  que  había  a  los  pies  de  ésta,  luego  le  dio  la  sopa  con  una
               cuchara. Tras tomar cinco o seis cucharadas, el padre dijo:
                   —Basta.
                   —Tendrías que comer, aunque sólo fuera un poco —le advirtió Midori.
                   El padre añadió:
                   —Luego.
                   —¿Qué voy a hacer contigo? Si no comes, no tendrás fuerzas. ¿Y el pipí? ¿Todavía no?
                   —No —dijo el padre.
                   —Watanabe, ¿quieres que comamos algo en la cafetería? —me preguntó Midori.
                   Acepté a pesar de que, en realidad, no me apetecía tomar nada. El comedor estaba atestado de
               médicos,  enfermeras  y  visitas.  Mientras  comían,  todos  hablaban  a  coro  —probablemente  de
               enfermedades—, y el eco de las voces resonaba como dentro de un túnel en aquel subterráneo
               vacío,  sin  ventana  alguna,  donde  se  alineaban  las  mesas  y  las  sillas.  De  vez  en  cuando,  una
               llamada por megafonía a médicos o a enfermeras dominaba este eco. Mientras yo guardaba la
               mesa, Midori trajo dos raciones en una bandeja de aluminio. Croquetas de crema, ensalada de
               patata, col troceada, nimono, arroz y misoshiru: todo servido en recipientes de plástico de color
               blanco, iguales que los de la comida de los enfermos. Comí la mitad y dejé el resto. Midori, que
               tenía apetito, terminó su plato.
                   —Watanabe,  no  tienes  mucho  apetito,  ¿verdad?  —comentó  Midori  bebiendo  té  verde
               caliente.
                   —No, no mucho.
                   —Es culpa del hospital. —Midori miró a su alrededor—. Os pasa a todos los que no estáis
               acostumbrados. El olor, el ruido, el aire cargado, la cara de los enfermos, la tensión, la decepción,
               el sufrimiento, la fatiga. Es debido a eso. Todas estas cosas bloquean el estómago  y a uno le
               hacen perder el apetito. Pronto te acostumbrarás. Uno no puede cuidar a un enfermo a menos que
               coma bien. Yo eso lo sé porque he cuidado a cuatro personas: a mi abuelo, a mi abuela, a mi
               madre y a mi padre. Es muy posible que ocurra algo y no pueda tomar la siguiente comida. Así
               que uno debe comer lo que le pida el cuerpo.
                   —Ya te entiendo —intervine.
                   —Cuando vienen de visita mis familiares y comemos aquí juntos, todos dejan la mitad del
               plato. Como tú. Y cuando ven que yo lo como todo, ¿sabes qué me dicen? «Oh, Midori. ¡Qué
               suerte tienes de estar tan bien! Yo me siento tan conmovida que no puedo comer.» ¡Pero quien
               cuida  al  enfermo  soy  yo!  No  es  broma.  Los  demás  se  limitan  a  venir  de  vez  en  cuando  a
               compadecerse. Y yo soy quien le quita la mierda, le saca las flemas y le enjuga el cuerpo. Si la
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