Page 127 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Pero no agonizaba. Sólo dormía profundamente. Al aplicar el oído a su rostro, pude oír su
               respiración.  Más  tranquilo,  empecé  a  charlar  con  la  esposa  del  hombre  de  la  cama  contigua.
               Parecía tomarme por el novio de Midori; me estuvo hablando de ella todo el rato.
                   —Es muy buena chica —dijo—. Se desvive por su padre, es amable, cariñosa, atenta, fuerte
               y, además, guapa. Tienes que cuidar de ella. No dejes que se te escape. Hay muy pocas chicas
               como ella.
                   —La cuidaré. —Le seguí la corriente.
                   —Yo tengo una hija de veintiún años y un hijo de diecisiete que nunca se acercan al hospital.
               Cuando tienen tiempo libre, practican surf, tienen citas, salen por ahí... Es terrible. Sólo sirven
               para desplumarte. Y luego desaparecen.
                   A  la  una  y  media  dijo  que  tenía  que  ir  de  compras  y  salió.  Los  dos  enfermos  dormían
               profundamente. El sol de la tarde inundaba la habitación y yo sentí que iba a dormirme de un
               momento  a  otro,  sentado  en  aquella  silla.  Sobre  la  mesa  de  al  lado  de  la  ventana,  unos
               crisantemos blancos  y amarillos metidos en un jarrón anunciaban al mundo que estábamos en
               otoño. El olor dulzón del pescado hervido del almuerzo, que el padre de Midori había dejado
               intacto, flotaba por la habitación. Las enfermeras seguían recorriendo el pasillo con un seco ruido
               de  pasos,  hablando  entre  ellas  con  voz  clara  y  grave.  De  vez  en  cuando  se  acercaban  a  la
               habitación  y,  al  ver  a  los  dos  pacientes  profundamente  dormidos,  me  dirigían  una  sonrisa  y
               desaparecían.  Deseé  tener  algo  para  leer,  pero  en  la  habitación  no  había  nada:  ni  libros,  ni
               revistas, ni periódicos. Únicamente un calendario colgado de la pared.
                   Pensé en Naoko, en el cuerpo desnudo de Naoko con el pasador del pelo puesto. Imaginé la
               curva de su cintura y la sombra de su vello púbico. ¿Por qué se había desnudado delante de mí?
               ¿Estaba sonámbula? ¿O no había sido más que una fantasía? Con el paso del tiempo, conforme
               iba alejándome de aquel pequeño mundo, dudaba sobre si los sucesos de aquella noche habían
               sido reales. Si pensaba que habían ocurrido de verdad, me parecía que habían ocurrido de verdad;
               pero si pensaba que eran una fantasía, entonces me parecía que habían sido una fantasía. Para ser
               una ilusión, los detalles eran demasiado precisos; para ser reales, éstos eran demasiado hermosos.
               El cuerpo de Naoko y la luz de la luna.
                   El padre de Midori se despertó de repente y empezó a toser, así que tuve que interrumpir mis
               pensamientos en este punto. Le quité las flemas con un pañuelo de papel, le enjugué el sudor de
               la frente con una toalla.
                   —¿Quiere un poco de agua?
                   Al preguntárselo, hizo un gesto afirmativo de unos cuatro milímetros. Le di a beber el agua a
               pequeños sorbos de una pequeña botella de cristal. Los resecos labios le temblaron y la nuez se le
               movió espasmódicamente. Bebió toda el agua tibia que había en la botella.
                   —¿Quiere más agua? —le pregunté.
                   Me pareció que se disponía a decir algo y acerqué el oído.
                   —No —susurró con una voz aún más débil que la de antes.
                   —¿Quiere comer algo? ¿Tiene hambre? —insistí.
                   El padre esbozó un débil gesto afirmativo. Tal como había hecho Midori, giré la manivela,
               alcé la cama y le hice comer, a cucharadas alternas, la gelatina de verduras y el pescado hervido.
               Tardó una eternidad en comerse la mitad y volvió la cabeza ligeramente hacia un lado indicando
               que ya no quería más. Fue un gesto casi imperceptible. Al parecer, si la movía, la cabeza le dolía.
               Cuando le pregunté si quería fruta, me dijo:
                   —No.
                   Le  sequé  las  comisuras  de  los  labios  con  una  toalla,  volví  a  poner  la  cama  en  posición
               horizontal y saqué los platos al pasillo.
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