Page 124 - Tokio Blues - 3ro Medio
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—Está bien. No me lo cuentes si no quieres —dijo Midori—. Pero ¿puedo decirte lo que me
estoy imaginando?
—Adelante. Debe de ser interesante. Te escucho.
—Que ella es una mujer casada.
—Ya.
—Una mujer de unos treinta y dos o treinta y tres años, guapa, casada con un hombre rico,
que viste abrigos de pieles, zapatos Charles Jourdan y ropa interior de seda y, además, le gusta el
sexo. Te hace cosas muy lascivas. Los días laborables, por la tarde, os devoráis el cuerpo el uno
al otro. Pero los domingos, como su marido está en casa, no os podéis citar. ¿Acierto?
—Una teoría de lo más interesante —reconocí.
—Seguro que te obliga a atarla, a taparle los ojos y a lamerla por todas partes. Y luego te
pide que le introduzcas cosas extrañas, se contorsiona como una acróbata y tú le haces fotos con
una Polaroid.
—Parece divertido.
—Le encanta el sexo, hace de todo. Y no deja de pensar en esto, día tras día. ¡Porque no tiene
otra cosa que hacer! «Cuando venga Watanabe, lo haremos así y asá.» Y en la cama se derrite de
deseo, lo hace en distintas posiciones, tiene tres orgasmos cada vez. Y entonces te dice lo
siguiente: «¿No crees que tengo un cuerpo perfecto? Las chicas jóvenes ya no podrán satisfacerte
jamás. ¿Puede una chica joven hacerte esto? ¿Qué? ¿Cómo te sientes? ¡Pero espera! ¡No acabes
todavía!».
—Creo que ves demasiadas películas porno —le dije riéndome.
—Quizá tengas razón. Me encantan. ¿Qué te parece si un día de éstos vemos una?
—Cuando tengas un día libre.
—¿De verdad? Me hace mucha ilusión. Vayamos a ver una de sadomaso. De esas en que los
tíos pegan con látigo y las chicas hacen pipí delante de todo el mundo. Ésas son mis favoritas.
—Como quieras.
—Watanabe, ¿sabes lo que más me gusta de las películas porno?
—No.
—Pues que cuando empieza una escena de sexo se oye cómo alrededor en la sala todo el
mundo traga saliva. ¡Glups! —comentó Midori—. Me encanta ese ¡glups! ¡Es muy gracioso!
De nuevo en la habitación, Midori volvió a contarle cosas a su padre, y él la escuchó en
silencio, intercalando algún «Ah» o «Ya» como respuesta. Sobre las once llegó la esposa del
hombre que yacía en la cama contigua, quien le cambió el pijama y le peló algo de fruta. Era una
mujer de cara redonda y expresión afable, y Midori y ella charlaron un rato, luego vino la
enfermera con una botella de gota a gota nueva y se fue tras intercambiar unas palabras con
Midori y la mujer. Mientras, yo, sin nada que hacer, estuve recorriendo la habitación con ojos
distraídos y mirando los cables eléctricos del exterior. De vez en cuando, un gorrión se posaba
sobre los cables. Midori le hablaba a su padre, le enjugaba el sudor, le limpiaba las flemas,
charlaba con la mujer o con la enfermera, me dirigía la palabra a mí, vigilaba el gota a gota.
El médico hacía su ronda a las once y media, y Midori y yo salimos a esperarlo en el pasillo.
Cuando salió de la habitación, Midori le preguntó:
—Doctor, ¿cómo está mi padre?
—Acabamos de operarle. Ha tomado muchos analgésicos. Está exhausto —informó el
médico—. Hasta dentro de dos o tres días no se verá el resultado de la operación. Ni siquiera yo
sé nada todavía. Si ha ido bien, perfecto. Si no, ya tomaremos alguna determinación en su
momento.