Page 122 - Tokio Blues - 3ro Medio
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El  interior  del  hospital  universitario,  pese  a  ser  domingo,  estaba  atestado  de  visitas  y  de
               enfermos con sintomatología leve. Flotaba un inconfundible olor a hospital. Una mezcla de olor a
               desinfectante, a ramos de flores, orina y ropa de cama lo cubría todo, y las enfermeras iban de acá
               para allá con un seco ruido de pasos.
                   El padre de Midori yacía en la cama más cercana a la puerta de una habitación doble. Su
               figura acostada hacía pensar en un pequeño animal mortalmente herido. Permanecía inmóvil y de
               lado  con  el  brazo  izquierdo  colgando  y  con  la  aguja  del  gota  a  gota  clavada.  Era  un  hombre
               pequeño y delgado, y al mirarlo daba la impresión de que iba a adelgazarse más aún, de que iba a
               empequeñecerse.  Un  vendaje  blanco  le  envolvía  la  cabeza,  y  tenía  los  brazos  llenos  de  los
               pinchazos de las inyecciones y de la aguja del gota a gota. Tenía la mirada fija en algún punto del
               espacio hasta que, al entrar, movió sus ojos inyectados en sangre y me miró. Los mantuvo fijos
               en mí unos diez segundos, luego volvió a dirigir su mirada hacia algún punto del espacio.
                   Cuando le miré a los ojos comprendí que aquel hombre moriría pronto. En su cuerpo apenas
               quedaba un hálito de vida. Lo único que había era un débil, apenas perceptible, vestigio de vida.
               Igual que una vieja casa desvalijada que espera a ser derruida. Alrededor de los labios resecos le
               crecía una barba rala con pelos parecidos a hierbajos. Me admiró ver que, en aquel hombre que
               había perdido toda la vitalidad, sólo la barba seguía creciendo vigorosamente.
                   Midori saludó a un hombre gordo de mediana edad que dormía en la cama de al lado. Éste,
               incapaz de hablar bien, se limitó a asentir con una sonrisa. Tras toser varias veces, bebió un sorbo
               del agua que había a la cabecera de la cama  y luego, moviéndose con dificultad, se reclinó y
               clavó la vista al otro lado de la ventana. Fuera no se veían más que postes y cables telefónicos.
               Nada más. Ni siquiera las nubes surcando el cielo.
                   —¿Qué tal, papá? ¿Estás bien? —Midori saludó a su padre susurrándole al oído. Su manera
               de hablar era la misma que si estuviera probando un micrófono—. ¿Cómo te encuentras hoy?
                   El padre movió los labios con dificultad. Dijo:
                   —Mal.
                   Más que hablar,  expulsaba el  aire seco que tenía en  el  fondo de la  garganta en forma de
               palabras.
                   —Cabeza —añadió.
                   —¿Te duele la cabeza? —preguntó Midori.
                   —Sí —respondió el padre.
                   Por lo visto, no podía articular palabras de más de cuatro sílabas.
                   —¡Qué vamos a hacerle! —exclamó Midori—. Acaban de operarte, así que es normal que te
               duela. ¡Pobrecito! Aguanta un poco más. Por cierto, este chico se llama Watanabe. Es amigo mío.
                   —Mucho gusto —le saludé.
                   El padre abrió y cerró los labios.
                   —Siéntate aquí.
                   Midori me señaló una silla de plástico que estaba a los pies de la cama. La obedecí. Le dio a
               su padre un poco de agua de la botella y le preguntó si le apetecía algo de fruta o de gelatina de
               frutas.
                   —No —respondió el padre.
                   Pero cuando Midori le advirtió que tenía que comer algo, él le dijo:
                   —He comido.
                   A la cabecera de la cama había una mesa y, encima de la mesa, una botella, un vaso, un plato
               y un reloj pequeño. De una bolsa que había debajo, Midori sacó un pijama limpio, ropa interior y
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