Page 111 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Reconocí que no lo sabía. De hecho, era la primera vez en mi vida que oía decir que el cerdo
               de Tokio era delicioso.
                   —¿Cuándo fue usted a Tokio? —le pregunté.
                   —¿Cuándo debió de ser? —El hombre inclinó la cabeza en un gesto dubitativo—. Sería en la
               época en que se casó Su Alteza el Príncipe Heredero. Mi hijo se encontraba en la ciudad y me
               dijo que tenía que ir, aunque fuera una sola vez. Sí, fue entonces.
                   —¡Ah! Seguro que en aquella época la carne de cerdo era deliciosa —comenté.
                   —¿Y ahora no lo es?
                   Le respondí que no estaba seguro, que jamás había oído decir que la carne de cerdo de Tokio
               fuera especialmente buena. Al oírme, el anciano pareció decepcionado. Iba a añadir algo, pero
               corté la conversación aduciendo que tenía que tomar el autobús y eché a andar hacia el sendero.
               En el camino que bordeaba el río aún quedaban, a trechos, unos jirones de niebla, que, barridos
               por  el  viento,  vagaban  por  la  ladera  de  la  montaña.  Me  detuve  muchas  veces  y  me  volví,
               suspirando. Tenía la sensación de haber llegado a un planeta con una gravedad distinta.  «¡Ah,
               claro! Vuelvo a estar en el mundo exterior», y me entristecí.

                   Llegué a la residencia a las cuatro y media, dejé el equipaje en mí habitación, me cambié de
               ropa y me dirigí a la tienda de discos de Shinjuku, donde trabajaba. Desde las seis hasta las diez y
               media, vigilé  la tienda  y  vendí  algunos  discos.  Mientras,  estuve contemplando a la  gente que
               pasaba  por delante de la tienda:  familias,  parejas,  borrachos, miembros  de las bandas  yakuza,
               jovencitas vestidas con minifalda, hombres barbudos al estilo hippy, chicas de alterne, individuos
               difíciles de catalogar... Todos iban desfilando, uno tras otro, por la calle. Cuando ponía un disco
               de rock duro, varios hippies se reunían en la puerta de la tienda y bailaban, inhalaban disolvente o
               se sentaban en la acera. Cuando ponía un disco de Tony Bennett, desaparecían todos.
                   Al lado había una tienda donde unos hombres de mediana edad y ojos somnolientos vendían
               unos estrafalarios juguetes sexuales. No había, en aquella tienda, un solo trasto que yo pudiera
               imaginar  para  qué  servía,  pero  el  negocio  parecía  próspero.  En  el  callejón  de  enfrente  de  la
               tienda, unos estudiantes que habían bebido demasiado estaban vomitando. En el casino, al otro
               lado, el cocinero de un restaurante del barrio mataba el tiempo jugándose el dinero al bingo. Un
               vagabundo  con  la  cara  sucia  estaba  acurrucado,  completamente  inmóvil,  bajo  el  alero  de  una
               tienda  cerrada.  Una  chica  con  los  labios  pintados  de  color  rosa,  que  la  miraras  por  donde  la
               miraras no aparentaba más de trece años, entró en la tienda y me pidió que le pusiera Jumpin'
               Jack Flash, de los Rolling Stones. Empezó a bailar meneando las caderas y marcando el ritmo
               con los chasquidos de los dedos. Luego me pidió un cigarrillo. Le di un Lark del paquete del
               encargado. Fumó con deleite y, cuando se acabó el disco, salió de la tienda sin darme siquiera las
               gracias. Cada quince minutos se oía la sirena de una ambulancia o de un coche patrulla. Tres
               oficinistas vestidos con traje y corbata, a cual más borracho, gritaban «¡Chochete! iChochete!» a
               una chica bonita de pelo largo que estaba llamando por teléfono en una cabina. Los tres se reían
               la gracia mutuamente.
                   Ante este panorama, empecé a sentirme cada vez más confuso y a no entender nada. ¿Qué
               diablos era aquello? ¿Qué sentido tenía?
                   Cuando el encargado volvió de almorzar, me dijo:
                   —Watanabe, anteanoche me tiré a la chica de la boutique.
                   Hacía tiempo que le había echado el ojo a una dependienta de una boutique de allí cerca y de
               vez en cuando le regalaba algún disco de la tienda. Cuando le respondí «¡Que bien!», me lo contó
               con todo lujo de detalles.
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