Page 110 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Asentí en la penumbra. Notaba la forma de los senos de Naoko contra mi pecho. Recorrí la
               silueta  de  su  cuerpo  con  la  palma  de  la  mano,  por  encima  de  la  bata.  Llevé  la  mano  de  los
               hombros a la espalda y luego hasta la cadera, lo hice muchas veces, despacio, como si quisiera
               grabar en mi memoria las curvas de su cuerpo, la suavidad de su piel. Tras permanecer un rato
               abrazados, Naoko me besó cariñosamente en la frente y se escurrió fuera de la cama. La bata azul
               de Naoko tembló en la oscuridad con la ligereza de un pez.
                   —Adiós —me susurró.
                   Escuchando el ruido de la lluvia, me sumí en un dulce sueño.

                   A la mañana siguiente seguía lloviendo. A diferencia de la lluvia de la noche anterior, ésta
               era una lluvia fina de otoño. Se veía que estaba lloviendo por los círculos concéntricos en los
               charcos y por el gorgoteo de la lluvia que caía de los aleros. Cuando me desperté, al otro lado de
               la ventana una niebla blanca como la leche lo envolvía todo, pero, conforme el sol fue subiendo
               en el horizonte, la niebla fue barrida por el viento y reaparecieron los bosques y las montañas.
                   Igual que la mañana del día anterior, desayunamos los tres juntos, luego fuimos a cuidar las
               aves. Naoko y Reiko llevaban un chubasquero amarillo con capucha. Yo me puse una chaqueta
               impermeable encima del jersey. El aire era húmedo y frío. Las aves se habían acurrucado en el
               fondo del gallinero, pegadas las unas a las otras y en silencio, como si huyeran de la lluvia.
                   —En cuanto llueve hace frío, ¿verdad? —le comenté a Reiko.
                   —Cada vez que llueve va refrescando. Hasta que un día en vez de agua caiga nieve —dijo
               ella—. Las nubes que vienen del Mar de Japón dejan aquí toda la nieve.
                   —¿Qué hacéis con las aves en invierno?
                   —¿Tú qué crees? Las metemos dentro. No vaya a ser que, al llegar la primavera, tengamos
               que correr a desenterrar de la nieve a las pobres aves congeladas y debamos reanimarlas: «¡Pitas,
               pitas! ¡La comida!».
                   Tras empujar la tela metálica con la punta del dedo, el loro hizo batir las alas y chilló: «¡Vete
               a la mierda! ¡Gracias! ¡Loco!».
                   —A  ése  no  me  importaría  —dijo  Naoko  con  expresión  sombría—.  Me  volveré  loca
               escuchando lo mismo todas las mañanas.
                   Cuando  terminamos  de  limpiar  el  gallinero,  volvimos  a  la  habitación  e  hice  mi  equipaje.
               Ellas se prepararon para ir a trabajar al campo. Salimos juntos del bloque y nos despedimos un
               poco más allá de la pista de tenis. Ellas torcieron hacia la derecha, y yo seguí en línea recta. Nos
               dijimos adiós. Les prometí que iría a visitarlas pronto. Naoko esbozó una sonrisa y luego dobló
               una esquina y desapareció.
                   Antes  de  llegar  al  portal,  me  crucé  con  varias  personas.  Todas  llevaban  el  mismo
               chubasquero amarillo que Naoko y Reiko, con la capucha bien calada en la cabeza. Gracias a la
               lluvia, todos los colores eran vivos y nítidos. La tierra era negrísima; las ramas de los pinos, de
               un verde brillante; las personas enfundadas en los impermeables amarillos parecían espíritus a
               quienes se les permitiera vagar por el mundo en las mañanas de lluvia. Se desplazaban por la faz
               de la Tierra en silencio cargando bolsas con aperos de labranza y canastos.
                   El guarda de la entrada se acordaba de cómo me llamaba, y al salir puso una señal junto a mi
               nombre en el registro de visitas.
                   —Veo que vive en Tokio —comentó el anciano al ver mi dirección—. He estado en Tokio
               una sola vez. Allí la carne de cerdo es muy buena.
                   —¿Ah, sí? —repuse sin saber muy bien qué responderle.
                   —La mayoría de cosas que comí en Tokio no valían gran cosa, pero el cerdo sí. El cerdo
               estaba delicioso. Deben de criarlos de una manera especial, ¿verdad?
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