Page 109 - Tokio Blues - 3ro Medio
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Naoko estaba sentada en el sofá leyendo un libro. Tenía las piernas cruzadas y mientras leía
               se presionaba la sien  con  un dedo.  Igual  que si tratara de tocar  y memorizar cada una de las
               palabras  que  se  le  iban  metiendo  en  la  cabeza.  Fuera  caían  chuzos  de  punta,  que  flotaban
               vacilantes alrededor de la luz de las farolas, como si fuera polvo fino. Tras la charla con Reiko, al
               mirar a Naoko me pareció que era mucho más joven.
                   —Perdón por llegar tan tarde —le dijo Reiko, y le acarició la cabeza.
                   —¿Os habéis divertido? —Naoko levantó la vista del libro.
                   —Por supuesto —respondió Reiko.
                   —¿Y qué habéis estado haciendo? —me preguntó Naoko.
                   —Cosas que no pueden contarse —bromeé. Naoko soltó una risita y dejó el libro. Luego los
               tres comimos las uvas mientras escuchábamos caer la lluvia.
                   —Lloviendo de esta forma, tengo la sensación de que sólo estamos nosotros tres en el mundo
               —comentó Naoko—. ¡Ojalá continúe lloviendo eternamente y nos quedemos así para siempre!
                   —Mientras vosotros retozáis,  yo os  abanicaré  con uno de esos  abanicos  con mango largo
               como si fuera una estúpida esclava negra y tocaré música ambiental con mi guitarra —terció—.
               iNo, gracias!
                   —No, mujer. Te lo prestaré de vez en cuando. —Naoko se rió.
                   —¡Ah, bueno! Entonces no está tan mal. ¡Que llueva, que llueva!

                   Siguió lloviendo. Se oían los truenos. Cuando acabamos de comer las uvas, Reiko encendió
               un cigarrillo, sacó la guitarra de debajo de la cama y empezó a tocar. Interpretó varias canciones:
               Desafinado  y  Garota  de  Ipanema,  algunas  piezas  de  Burt  Bacharach  y  otras  de  Lennon  y
               McCartney.  Reiko  y  yo  tomamos  una  copa  de  vino  y,  cuando  se  terminó,  nos  repartimos  el
               brandy que quedaba en mi petaca. En aquella atmósfera agradable, charlamos de muchas cosas.
               También yo deseé que siguiera lloviendo eternamente.
                   —¿Volverás? —me preguntó Naoko mirándome fijamente a los ojos.
                   —Por supuesto que volveré —dije.
                   —¿Me escribirás?
                   —Todas las semanas.
                   —¿Y a mí? ¿También me escribirás alguna vez? —intervino Reiko.
                   —Con mucho gusto.
                   A las once Reiko bajó el respaldo del sofá, igual que hizo la noche anterior, y me montó la
               cama. Nos dimos las buenas noches, apagamos la luz y nos acostamos. Como no podía dormir,
               saqué de la mochila una lamparita de viaje y el ejemplar de La montaña mágica y me puse a leer.
               Poco antes de las dos, la puerta del dormitorio se abrió y apareció Naoko, que se deslizó entre
               mis sábanas. Esta vez se trataba de la Naoko de siempre. Sus ojos no tenían la mirada perdida,
               sus movimientos eran vivos. Acercó su boca a mi oído y me susurró:
                   —No puedo dormir.
                   Le dije que a mí me ocurría lo mismo. Dejé el libro, apagué la lamparita, atraje a Naoko
               hacia mí y la besé. La oscuridad y el ruido de la lluvia nos envolvían.
                   —¿Y Reiko? —pregunté.
                   —No te preocupes. Duerme a pierna suelta.  Ésa, una vez se ha dormido, no hay quien la
               despierte. ¿Vendrás a verme otra vez?
                   —Vendré.
                   —¿Aunque no pueda hacerte nada?
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