Page 106 - Tokio Blues - 3ro Medio
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—¿Y tenía razón? —pregunté.
                   Reiko reflexionó unos instantes curvando los labios.
                   —No lo tengo claro. Sentí muchas más cosas con aquella chica que cuando lo hacía con mi
               marido. Esto es un hecho. Y la verdad es que durante un tiempo me atormenté preguntándome si
               era lesbiana. Tal vez no me había dado cuenta hasta entonces. Pero ya no lo pienso. Por supuesto,
               no descarto que no haya esta tendencia en mí. Pero, en el sentido estricto de la palabra, no soy
               lesbiana. Porque cuando veo a una mujer no siento deseo sexual. ¿Me entiendes?
                   Asentí.
                   —Pero sí noto cuándo una chica se siente atraída hacia mí. Pero exclusivamente en estos
               casos. Por ejemplo, si abrazo a Naoko no siento nada especial. Cuando hace calor, vamos casi
               desnudas por la habitación, vamos juntas al baño, alguna vez hemos dormido en el mismo futón.
               Pero nada. No siento nada. Creo que tiene un cuerpo precioso. Una vez Naoko y yo jugamos a ser
               lesbianas. ¿Quieres que te lo cuente?
                   —Sí, cuéntamelo.
                   —Cuando le expliqué esta historia a Naoko, porque nos lo contamos todo, ella quiso probar y
               me acarició por todo  el  cuerpo. Nos desnudamos.  Pero no resultó. Sentía cosquillas  por aquí,
               cosquillas por allá. Creí que me moría. Aún ahora, sólo de acordarme me pica todo. Lo hacía
               fatal. ¿Te has quitado un peso de encima?
                   —Sí —reconocí.
                   —Sigo  contando  mi  historia.  —Reiko  se  rascó  cerca  de  la  ceja  con  la  punta  del  dedo
               meñique—. Cuando aquella chica se marchó, me quedé sentada un rato en una silla, aturdida. No
               sabía qué hacer. Los latidos del corazón me retumbaban muy adentro con un sonido sordo, sentía
               los  brazos  y  las  piernas  extrañamente  pesados  y  tenía  la  boca  seca,  como  si  hubiera  comido
               polillas o algo parecido. Pero, pensando que pronto volvería mi hija, decidí tomar un baño para
               quitarme el rastro de sus besos y sus caricias. Por más que me froté con jabón, aquella especie de
               limo  no  desaparecía.  Posiblemente  fueran  figuraciones  mías,  pero  no  podía  evitarlo.  Aquella
               noche le pedí a mi marido que hiciéramos el amor. Para limpiar aquella impureza. Por supuesto, a
               él  no  le  conté  nada.  No  hubiera  podido.  Sólo  le  dije  que  me  tomara  entre  sus  brazos  y  que
               hiciéramos el amor. Y que lo hiciera más despacio que de costumbre, que se tomara su tiempo.
               Me  hizo  el  amor  con  ternura,  tomándose  todo  el  tiempo  del  mundo.  Tuve  un  orgasmo
               memorable.  Desde  que  me  casé,  jamás  había  sentido  algo  parecido.  ¿Por  qué  crees  que  fue?
               Porque el  tacto  de los  dedos  de aquella chica aún permanecía en mi cuerpo.  Ésa era la  única
               razón.  ¡Qué  vergüenza  hablar  de  esto!  Estoy  sudando.  —Reiko  volvió  a  curvar  los  labios
               esbozando una sonrisa—. Pero eso tampoco me sirvió. Dos o tres días después aún permanecía el
               tacto de aquella chica. Y sus últimas palabras resonaban dentro de mi cabeza, como un eco.
                   »El  sábado  siguiente  no  acudió  a  clase.  Estuve  esperándola  en  casa,  temblando,
               preguntándome qué debía hacer si venía. Pero no vino. Era lógico. Era una chica orgullosa y,
               teniendo en cuenta cómo habían ido las cosas... No se presentó a la semana siguiente. Pasó un
               mes. Yo pensaba que lo olvidaría todo con el paso del tiempo, pero no pude. Cuando estaba sola
               en casa, me sentía inquieta, notaba su presencia. No podía tocar el piano, no podía pensar. Era
               incapaz de concentrarme en nada. Un día, de pronto, me di cuenta de que en la calle sucedía algo
               extraño. Los vecinos me miraban con intención. En sus ojos notaba cierta frialdad. Me saludaban,
               pero algo había cambiado en su tono de voz y en el trato que me dispensaban. Incluso mi vecina,
               que venía a veces de visita a casa, parecía evitarme. Intenté no hacer demasiado caso. Empezar a
               preocuparse por cosas así era el primer síntoma de enfermedad.
                   »Un día vino a verme una mujer que yo conocía muy bien. Tenía la misma edad que yo, era
               hija de una conocida de mi madre y nuestros hijos iban al mismo jardín de infancia. Teníamos
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