Page 105 - Tokio Blues - 3ro Medio
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desnudarme.  Antes  de  tener  tiempo  de  comprender  lo  que  estaba  sucediendo,  me  había  ido
               desnudando.
                   »Y yo me retorcía de placer con sus caricias. Hay que ser imbécil, ¿verdad? Pero yo en aquel
               momento  parecía  embrujada.  La  chica  seguía  lamiéndome  los  pezones  diciendo:  "Estoy  sola.
               Sólo la tengo a usted. No me deje. Estoy tan  sola...". Mientras,  yo iba murmurando:  "No, no
               puede ser" —Reiko enmudeció, se fumó un cigarrillo—. Es la primera vez que le cuento esto a
               un hombre. —Reiko se quedó mirándome—. Te lo confieso porque creo que me hará bien, pero
               me da mucha vergüenza.
                   —Lo siento. —No se me ocurría otra cosa que decir.
                   —Su  mano  derecha  fue  descendiendo.  Y  empezó  a  acariciar  mi  sexo  por  encima  de  las
               bragas. Por entonces, yo ya estaba muy húmeda. Es penoso reconocerlo, pero jamás, ni antes ni
               después,  he  estado  tan  excitada.  Hasta  aquel  día  yo  pensaba  que  era  una  frígida.  Por  eso  me
               quedé atónita. Después ella introdujo sus dedos finos y suaves dentro de mis bragas,  y...  ¿Me
               entiendes,  verdad?  Más  o  menos.  No  me  siento  capaz  de  decirlo  en  palabras.  Aquello  era
               completamente diferente a cuando me lo hacían los dedos, poco delicados, de un hombre. ¡Era
               maravilloso! Igual que si a una le hicieran cosquillas con una pluma. Pronto se me fue la cabeza.
               Pero, dentro de mi aturdimiento, pensaba que no podía hacerlo. Si sucedía una sola vez, luego se
               repetiría y, escondiendo ese secreto, mi cabeza volvería a enredarse, sin duda. Pensé en mi hija.
               ¿Y si me encontraba en aquella situación? Los sábados se quedaba hasta las tres en casa de mis
               padres, pero si por casualidad volvía antes... Eso pensé. Haciendo acopio de todas mis fuerzas,
               me incorporé y grité: «¡Basta ya! ¡Por favor!».
                   »Pero no se detuvo. Me acababa de quitar las bragas y empezó a hacerme un cunnilingus.
               Una niña de trece años me estaba lamiendo el sexo, a mí, a quien eso me daba tanta vergüenza
               que rara vez se lo dejaba hacer a mi marido. No sabía cómo reaccionar. Quería gritar. Aquello era
               el paraíso.
                   »"¡Basta!", grité de nuevo, y le di una bofetada en la mejilla. Al fin se detuvo. Incorporó la
               parte superior de su cuerpo  y me  clavó  la mirada.  Las  dos estábamos  desnudas, incorporadas
               sobre la cama, mirándonos la una a la otra de hito en hito. Aquella niña tenía trece años, y yo,
               treinta  y uno..., pero, mirando su cuerpo, me sentí abrumada. Aún hoy  lo recuerdo. No podía
               creer que aquel cuerpo perteneciera a una niña de trece años. Incluso ahora me parece increíble.
               Frente al suyo, el mío daban ganas de echarse a llorar.
                   Yo no podía decir nada, así que preferí guardar silencio.
                   —La chica me preguntó por qué le pedía que se detuviera. Me dijo: «A usted le gusta esto,
               ¿no? Lo he sabido desde el primer día. Yo esas cosas las noto. Es mucho mejor que hacerlo con
               un hombre, ¿verdad? Mire lo mojada que está. Yo puedo hacérselo mucho, muchísimo mejor.
               Puedo hacerle sentir que el cuerpo se le derrite. ¿Qué le parece?». Tenía razón. Era exactamente
               como ella decía. Me había excitado mucho más que mi marido y hubiera querido que siguiera.
               Pero no podía ser. «Hagámoslo una vez por semana. Nadie lo sabrá. Será un secreto entre usted y
               yo», añadió.
                   »Me levanté, me eché el albornoz por encima de los hombros, le dije que se fuera, que no
               volviera  nunca  más.  Ella  mantenía  la  mirada  fija  en  mí.  Sus  ojos  se  habían  transformado.  Se
               habían vuelto tan inexpresivos que parecían pintados sobre un cartón. Carecían de profundidad.
               Tras  mantener  la  mirada  fija  en  mí  durante  unos  instantes,  recogió  su  ropa  en  silencio  y  fue
               poniéndose una prenda tras otra, muy despacio, como si hiciera una exhibición, luego volvió a la
               sala donde estaba el piano, sacó un peine del bolso, se peinó, al fin se secó la sangre de los labios
               con un pañuelo, después se calzó los zapatos y se marchó. Al irse me dijo lo siguiente: "Eres
               lesbiana. Por más que intentes ocultarlo, lo serás hasta que te mueras".
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