Page 104 - Tokio Blues - 3ro Medio
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que no tenía ninguna importancia. Le pregunté si le apetecía tomar un vaso de agua. "No, no.
               Quédese a mi lado un rato", dijo. "Me quedaré todo el tiempo que quieras", la tranquilicé.
                   »Unos instantes después me preguntó con voz quejumbrosa si podía pasarle la mano por la
               espalda. Vi que estaba sudando a mares, así que le froté la espalda con todas mis fuerzas. Y ella
               continuó: "Perdón, ¿podría quitarme el sujetador? Me estoy ahogando". ¿Qué podía hacer yo? Se
               lo desabroché. Llevaba una camisa ajustada, de modo que se la desabotoné. Para tener trece años,
               tenía mucho pecho. Casi el doble que yo. ¡Y el sujetador! No llevaba uno de jovencita, sino de
               mujer adulta. Y bastante caro, además. ¡En fin! ¿Qué más daba? Yo seguía frotándole la espalda
               como una imbécil. Ella seguía disculpándose con voz plañidera, fingiendo que lo sentía mucho.
               A cada paso le repetía que no se preocupara, que no pasaba nada.
                   Reiko sacudió la ceniza de su cigarrillo, dejándola caer a sus pies. Yo dejé de comer uvas y
               me quedé esperando, expectante.
                   —La chica empezó a llorar en silencio.
                   »"¿Qué te pasa?", le dije.
                   »"Nada."
                   »"Algo debe de sucederte. Cuéntamelo con franqueza", repuse.
                   »"Eso me ocurre a menudo. No sé qué hacer. Me siento sola y triste. No tengo a nadie en
               quien confiar, no le importo a nadie. Me desespero y entonces me pongo así. Por las noches no
               puedo dormir. Apenas tengo apetito. Asistir a su clase es lo  único en el mundo que me gusta
               hacer."
                   »"Por qué te ocurre esto? Dímelo. Te escucho."
                   »Me  contó  que  en  su  familia  las  cosas  no  iban  bien.  Ella  reconoció  que  no  amaba  a  sus
               padres, y sus padres tampoco la querían a ella. Su padre tenía una amante y apenas aparecía por
               la casa; su madre estaba medio loca por lo de su padre y lo pagaba con su hija. Me dijo que la
               pegaba todos los días. Y que le resultaba muy duro volver a su casa. Lloraba desconsoladamente.
               Con las lágrimas asomando a sus hermosos ojos, al verla, Dios se hubiera enternecido. Yo le dije
               que,  si  tan  duro  le  resultaba  regresar  con  sus  padres,  podía  quedarse  en  mi  casa  siempre  que
               quisiera. Ella me abrazó berreando: "¡Perdón, perdón! No sé qué haría sin usted. ¡No me deje! Si
               usted me dejara, no tendría adonde ir".
                   «Presioné su cabeza contra mi pecho, se la acaricié. "Tranquila! ¡Tranquila!", la consolaba.
               De pronto me rodeó con un brazo y empezó a acariciarme la espalda. Me asaltó una sensación
               extraña. El cuerpo me estaba ardiendo. Me encontraba en la cama, abrazada a una chica hermosa
               como  salida  de  una  postal,  que  me  acariciaba  la  espalda.  ¡Y  las  suyas  eran  unas  caricias  tan
               sensuales! Ni las de mi propio marido podían compararse. Cada vez que me pasaba la mano por
               la espalda, sentía cómo mi cuerpo iba aflojándose. De tan fantástico que era. Antes de que me
               diera cuenta, ya me había quitado la blusa y el sujetador y estaba acariciándome los pechos. Por
               fin lo comprendí. Aquella chica era una lesbiana de los pies a la cabeza. Ya me había ocurrido
               una vez en el instituto con una chica de un curso superior. Entonces le dije que se detuviera.
                   »"¡Por favor. Sólo un poco. Estoy muy sola. No le miento. Estoy tan sola... Únicamente la
               tengo a usted. No me deje!" Y me tomó la mano y la presionó contra su pecho. Tenía una forma
               perfecta, y al tocarlo sentí una suerte de descarga eléctrica. Yo, que soy una mujer, no sabía qué
               hacer. Me limitaba a repetir como una idiota: "No, no puede ser". Tenía el cuerpo paralizado. En
               el instituto pude solventar el asunto sin problemas, pero aquel día me sentí impotente. El cuerpo
               no me respondía. Ella agarraba mi mano con su mano izquierda, apretándomela contra su pecho,
               mientras  me  presionaba  los  pezones  con  los  labios,  los  lamía  y,  con  la  mano  derecha,  me
               acariciaba la  espalda,  el costado, las nalgas. Hoy  todavía no puedo  creer que estuviera en mi
               dormitorio  con  las  cortinas  corridas  en  compañía  de  una  niña  de  trece  años  que  pretendía
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