Page 102 - Tokio Blues - 3ro Medio
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—¡Es curioso! Siempre que bromeas pones una cara muy seria —dijo Reiko pasmada—. A
ver, déjame pensar. Creo que te conté hasta cuando empecé a darle clases de piano a aquella
chica los sábados por la mañana.
—Sí.
—Si clasificaras a la gente de este mundo entre los que son buenos enseñando cosas a los
demás y los que no lo son, creo que yo pertenecería al primer grupo —añadió—. Aunque de
joven no lo creía así. Puede que no quisiera creerlo. Con el paso de los años, he comprendido que
soy muy buena enseñando a los demás.
—Eso creo —asentí.
—Soy mucho más paciente con los demás que conmigo misma, y sé sacar el lado bueno de
las personas. En resumen, soy como el rascador de una caja de cerillas. Pero está bien así. ¡Qué
más da! No me parece malo ser de esta manera. Prefiero ser una caja de cerillas de primera
categoría que una cerilla de segunda. Y eso lo comprendí cuando empecé a darle clases a aquella
chica. De joven, me había dedicado a la enseñanza a tiempo parcial, pero jamás se me había
ocurrido pensarlo. Lo comprendí gracias a ella. «¡Vaya! ¿Tan buena soy enseñando a los
demás?», me decía. Porque las clases iban tan bien...
»Tal como te conté ayer, la niña no tenía una buena técnica, y, puesto que no se trataba de
convertirla en una pianista profesional, pude tomarme el trabajo con calma. Además, iba a una
escuela de niñas donde, sacando unas notas decentes, las alumnas accedían directamente a la
universidad y, por lo tanto, no tenían necesidad de quemarse las cejas estudiando; la madre de la
chica me insistía en que me tomara las clases con tranquilidad. Así que no la forzaba a que
hiciera esto o lo otro. Porque desde la primera vez que la vi me di cuenta de que odiaba que la
presionaran. Asentía con amabilidad a lo que le proponía, pero hacía exclusivamente su santa
voluntad. La dejaba tocar como quisiera. Luego yo interpretaba la misma melodía de diferentes
formas. Y discutíamos qué interpretación era más correcta. Después le decía que volviera a
tocarla. Su interpretación mejoraba bastante respecto a la anterior. La niña intuía las mejoras y se
corregía.
Reiko se detuvo un instante y se quedó observando la punta encendida de su cigarrillo. Yo
seguía comiendo uvas en silencio.
—Tengo un buen sentido musical, pero aquella chica me superaba. Pensaba: «¡Qué lástima!
Si desde pequeña hubiera practicado regularmente con un buen profesor, hubiese podido llegar
muy lejos». Pero me equivocaba. Aquella chica no era capaz de disciplinarse. En este mundo hay
gente que, a pesar de estar dotadas de un talento excepcional, son incapaces de realizar el
esfuerzo necesario para sistematizarlo, y su talento se acaba malogrando. He visto a varias
personas a quienes les sucedió esto. Al principio, una piensa que son unos genios. Los hay, por
ejemplo, que tocan de corrido una melodía complicadísima sólo con echarle una ojeada a la
partitura. Y lo hacen bien.
»Una se siente abrumada: piensa que no les llegas a la suela del zapato. Pero eso es todo. No
son capaces de ir un paso más allá. ¿Por qué? Porque no se esfuerzan. Porque jamás les han
inculcado el sentido de la disciplina. Porque los han estropeado. Desde niños, han tenido tanto
talento que han conseguido hacer las cosas sin esforzarse, y la gente los ha alabado por ello,
diciéndoles lo extraordinarios que son. Y acaban concibiendo el tesón como una estupidez. Las
melodías que los niños aprenden en tres semanas, ellos las tocan en la mitad de tiempo, y el
profesor, convencido de que el niño tiene talento, deja que aprenda la siguiente. Y ésta también la
memoriza en la mitad de tiempo y pasa a la siguiente. Ningún profesor los ha enseñado a
disciplinarse y, en consecuencia, pierden un elemento necesario en la formación del ser humano.