Page 96 - La Odisea alt.
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nada, las vísceras, las carnes y los huesos con el tuétano. Nosotros llorábamos

               y alzábamos las manos a Zeus, mientras contemplábamos tan atroces actos. La
               desesperación dominaba nuestro ánimo.

                   »Luego  que  el  cíclope  se  hubo  llenado  su  gran  tripa  comiendo  carne
               humana  y  bebiendo  encima  leche  pura,  acostóse  en  medio  de  la  gruta
               tumbándose entre el rebaño. Yo pensé, con magnánimo coraje, acercarme a él,
               desenvainar la aguda espada que tenía a mi costado, y hundírsela en el pecho,

               donde está el corazón y el hígado, buscando el lugar exacto con mi mano. Pero
               otro pensamiento me retuvo. Porque allí habríamos perecido también nosotros
               con brusca muerte, ya que no podríamos apartar de la alta entrada con nuestras
               manos  el  enorme  pedrusco  que  había  incrustado.  Así  que,  entre  sollozos,
               aguardamos a la divina Aurora.

                   »Apenas  brilló  matutina  la  Aurora  de  dedos  rosáceos,  al  momento
               encendió fuego y se puso a ordeñar sus lustrosas ovejas, todo en buen orden, y

               debajo le colocó a cada una su cría. Y una vez que se hubo cuidado de hacer
               todo esto, agarró de nuevo a dos compañeros y se los preparó para almuerzo.
               Y  una  vez  bien  comido,  sacó  de  la  cueva  su  pingüe  rebaño  moviendo  sin
               esfuerzo  el  enorme  portalón.  Luego,  enseguida,  volvió  a  encajarlo,  como  si
               ajustara la tapa de una aljaba. Con tremendo alboroto conducía el cíclope al

               monte su lozano rebaño. Entre tanto yo estaba cavilando su desdicha, a ver si
               de  algún  modo  podría  vengarme  y  me  cumplía  mi  ruego  Atenea.  Y  en  mi
               ánimo la mejor decisión me pareció la siguiente.

                   »Junto a la valla del redil del cíclope había un largo tronco de olivo, aún
               verde. Lo había talado para llevarlo consigo una vez seco. Al verlo nosotros lo
               comparamos  al  mástil  de  una  negra  nave  de  veinte  remeros,  un  ancho

               mercante que surcara el inmenso abismo del mar. ¡Tanta era su largura, tanto
               su grosor a nuestros ojos! Fui hasta él y le corté yo como una braza, y lo pasé
               a mis compañeros y les ordené que lo pulieran. Ellos pronto lo desbastaron, y
               yo lo cogí y le agucé la punta. Luego lo empuñé y lo sometí al fuego de las
               brasas. A continuación lo oculté metiéndolo bien bajo el estiércol, que por toda
               la  cueva  había  espeso  y  amontonado.  Después  invité  a  los  demás  a  que
               echaran a suertes quién se atrevería a mi lado a levantar la estaca e hincársela

               en el ojo, cuando le venciera el dulce sueño. Ellos echaron a suertes y salieron
               los que yo mismo habría elegido, cuatro, y yo me designé como el quinto en el
               grupo.

                   »A la tarde llegó pastoreando sus ovejas de hermosas lanas. Muy pronto en
               la cueva hizo entrar a su lustroso rebaño, a todos los animales, a ninguno dejó
               fuera del espacioso recinto, acaso sospechando algo, o tal vez porque un dios
               así  se  lo  había  inspirado.  Después  que  alzó  en  vilo  y  volvió  a  encajar  el

               tremendo  pedrusco,  sentóse  y  se  puso  a  ordeñar  ovejas  y  cabras  baladoras,
               todo en buen orden, y le colocó debajo a cada una su cría. Y una vez que se
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