Page 94 - La Odisea alt.
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»Entonces ordené a mis otros fieles compañeros que se quedaran allí junto
a la nave y guardaran el barco, mientras que yo, escogiendo a los doce mejores
camaradas, me ponía en camino. Llevaba un odre de piel de cabra con vino
tinto y dulce, que me había regalado Marón, hijo de Evantes, el sacerdote de
Apolo que velaba protector en Ismaro, por haberle salvado la vida, junto con
su mujer y sus hijos, en un gesto de piedad. Habitaba en un bosquecillo
consagrado a Febo Apolo. Me había ofrecido espléndidos regalos: siete
talentos de oro muy bien trabajado, y dado una crátera toda de plata, y además
el vino guardado en las ánforas, doce en total, dulce y puro, una bebida divina.
No lo sabía nadie, ni de los siervos ni de las esclavas de su casa, tan sólo él en
persona, su mujer y una fiel despensera. Cuando iban a beber este vino de
melosa dulzura lo mezclaba cruzando una copa con veinte medidas de agua, y
de su crátera exhalaba un aroma deleitoso y divino. No te habría sido grato
entonces dejarlo sin probar. Había llenado un amplio odre con él y lo llevaba
conmigo, y provisiones en un cesto. Porque al momento se me ocurrió en mi
ánimo sospechar que iba a hallar un hombre dotado de tremenda fuerza,
salvaje e ignorante de las normas y los preceptos de la justicia.
»Apresuradamente llegamos a su cueva, pero no lo hallamos dentro, sino
que estaba apacentando en la pradera sus pingües rebaños. Al penetrar en el
antro íbamos admirando cada cosa: los cestos estaban colmados de quesos y
repletos los rediles de corderos y cabritillos. Los animales estaban separados
por grupos, a un lado los más viejos, al otro los de mediana edad, y aparte las
crías recientes. Todas las cántaras rebosaban de leche, jarras y colodras bien
torneadas que guardaban el ordeño. Allí enseguida mis compañeros me
suplicaron a voces que tomáramos unos quesos y nos fuéramos, y luego nos
lleváramos a toda prisa de sus corrales cabritos y ovejas hasta nuestra rauda
nave y nos echáramos a navegar el mar salado. Pero yo no les hice caso.
¡Cuánto mejor hubiera sido! Porque quería ver al gigante y si me daría dones
de hospedaje. ¡En verdad que no iba a resultar amable, al presentarse, con mis
compañeros!
»Allí encendimos fuego y quemamos unas ofrendas, y cogimos unos
quesos y los comimos, y nos quedamos dentro esperando hasta que llegó con
el ganado. Traía una carga tremenda de leña seca para hacerse la cena. Cuando
la descargó, afuera de la cueva, produjo un estrépito. Y nosotros, aterrorizados,
nos refugiamos en el fondo de la cueva. Luego él empujó hacia la amplia
caverna a sus rollizas bestias, todas las que ordeñaba, y a los machos los dejó
fuera, corderos y machos cabríos, metidos en el redil. En seguida alzó e
incrustó en la puerta una roca enorme, tremenda. No la habrían movido de la
entrada veintidós carros robustos de cuatro ruedas. ¡Tan grande peñasco dejó
encajado en la puerta! Se sentó y se puso a ordeñar ovejas y cabras baladoras,
todo en buen orden, y debajo a cada una le puso su cría. Pronto, cuajando la
mitad de la blanca leche, la recogió y guardó en unos trenzados cestillos, y la