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azulada proa. Y se alborotó el mar al hundirse la roca. El oleaje, al refluir,
arrastraba hacia tierra el navío, y una gran ola desde el mar lo precipitó de
golpe hacia la costa. Pero yo, tomando en mis manos una pértiga muy larga,
detuve el choque. Y ordené a mis camaradas con gestos que con tesón se
aplicaran a los remos para escapar del desastre. Ellos remaban con todo
esfuerzo.
»De modo que cuando ya surcábamos el agua y estábamos a doble
distancia, de nuevo yo volví a increpar al cíclope. A uno y otro costado mis
compañeros intentaban retenerme con sus palabras:
»“¿Alocado, por qué quieres irritar a ese salvaje? Ése hace un momento,
cuando lanzó su roca al mar, arrastró nuestro barco otra vez a tierra y ya
pensábamos morir aquí. Si te oyera que le hablas o le gritas, podría destrozar
nuestras cabezas y las tablas del navío, atizándonos con otro gordo pedrusco.
Que alcanza bien lejos”.
»Así decían. Pero no convencieron a mi magnánimo coraje. Sino que, de
nuevo, tomé la palabra con ánimo rencoroso:
»“¡Cíclope! Si alguno de los mortales humanos te pregunta por la ceguera
infame de tu ojo, contéstale que te dejó ciego Odiseo, conquistador de
ciudades, el hijo de Laertes, que tiene su casa en Ítaca”.
»Así le dije. Él prorrumpió en gemidos y contestó con estas palabras:
»“¡Ay de mí, cómo ya me ha alcanzado la antigua profecía! Existió aquí un
cierto adivino, valiente y notable, Télemo Eurímida, que fue afamado por su
saber profético, y ejerciendo su arte adivinatoria envejeció entre los cíclopes,
quien me dijo todo cuanto iba luego a realizarse: que perdería mi vista a
manos de Odiseo. Pero siempre me había figurado que iba a llegar acá un
mortal grande y valeroso, dotado de gran fortaleza. Y ahora un individuo
pequeño, miserable y sin fuerzas, me dejó ciego, sin mi ojo, después de
dominarme con vino. No obstante acércate, Odiseo, para que te dé mis
presentes de hospitalidad, y ruegue al famoso Sacudidor de la tierra que te
depare buen viaje. Porque soy su hijo, y él proclama ser mi padre. El dios, si
quiere, me curará, él en persona, y ningún otro de los dioses felices ni de los
hombres mortales”.
»Así habló, y yo, respondiéndole, le repliqué:
»“¡Ojalá que pudiera dejarte privado de ánimo y vida y enviarte al fondo
del Hades! Lo que es tu ojo no te lo va a curar ni el Sacudidor de la tierra”.
»Así le dije, y él se puso a orar al soberano Poseidón:
»“¡Escúchame, Poseidón de cabellera azul, tú que abrazas la tierra! Si de
verdad soy hijo tuyo y proclamas ser mi padre, concédeme que no llegue a su