Page 87 - La Odisea alt.
P. 87

continuación  Arete  sacaba  para  el  huésped  el  preciosísimo  cofre  de  su
               dormitorio, y metía en él los hermosos regalos, las ropas y el oro, que le dieran
               los feacios. Y luego añadía ella una túnica y un espléndido manto. Y tomando
               la palabra le dirigió sus palabras aladas:

                   «Observa tú mismo ahora la tapa y ajústale rápidamente la lazada, para que
               nadie vaya a robarte por el camino, cuando de nuevo duermas un dulce sueño
               al marcharte en la negra nave».


                   Apenas  hubo  escuchado  esto  el  muy  sufrido  divino  Odiseo,  al  punto
               ajustaba la tapa y rápidamente la aseguraba por encima con un lazo intrincado,
               que antaño le había enseñado la soberana Circe. Al momento el ama de llaves
               le invitaba a ir hacia la bañera y darse el baño. Vio él con sumo agrado en su
               ánimo el agua humeante, ya que no frecuentaba el baño desde hacía mucho;
               desde que atrás dejara la morada de Calipso, la de hermosos cabellos. Allí sí
               que lo había tenido siempre dispuesto y a punto como para un dios. Así que

               después  de  que  lo  lavaron  las  siervas  y  lo  ungieron  con  aceite,  salió  de  la
               bañera  y  le  vistieron  con  túnica  y  un  hermoso  manto,  se  dirigía  hacia  los
               bebedores de vino.

                   Nausícaa, que mostraba su belleza don de los dioses, se colocó al pie de la
               columna que sostenía el bien decorado techo, y desde allí admiraba a Odiseo
               con los ojos fijos en él, y saludándole le dirigía sus palabras aladas:


                   «¡Vete feliz, forastero, de modo que cuando estés en tu tierra patria alguna
               vez te acuerdes de mí, que a mí la primera me debes tu acogida!».

                   Respondiéndola dijo el muy astuto Odiseo:

                   «¡Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo, ojalá que así ahora permita Zeus,
               el  tonante  esposo  de  Hera,  que  yo  me  vuelva  a  mi  casa  y  vea  el  día  del
               regreso! En tal caso, allí también a ti, como a un dios, te invocaría una y otra
               vez todos los días. Porque tú me salvaste la vida, muchacha».


                   Así habló y fue a sentarse en su silla al lado del rey. Los demás se pusieron
               entonces  a  repartir  las  carnes  y  mezclaban  el  vino.  Un  heraldo  llegó  que
               conducía al muy ilustre aedo, a Demódoco, honrado por las gentes. Le hizo
               sentarse en medio de los comensales, apoyándolo en la alta columna. Interpeló
               luego  al  heraldo  el  muy  astuto  Odiseo,  cortando  una  tajada  de  lomo,  pues
               quedaba  aún  bastante  del  cerdo  de  blancos  colmillos;  por  ambos  costados

               rebosaba su grasa.

                   «¡Heraldo, toma y dale este trozo de carne, para que coma, a Demódoco!
               Bien quiero darle mi saludo, aunque estoy muy apenado. Pues entre todos los
               hombres de la tierra los aedos son merecedores de honra y respeto, porque en
               verdad a ellos sus cantos les enseña la Musa y con amor trata a la raza de los
               aedos».
   82   83   84   85   86   87   88   89   90   91   92