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entre el pueblo, los que en cada ocasión velaban bien por las competiciones;
alisaron el terreno de baile, y ensancharon la hermosa pista. Llegó pronto el
heraldo que traía su cítara sonora a Demódoco. Enseguida avanzó éste hasta el
centro, y a uno y otro lado se dispusieron los muchachos adolescentes, diestros
en la danza. Golpeteaban el divino suelo con sus pies, mientras Odiseo
contemplaba los centelleos de sus piernas y se llenaba de admiración en su
ánimo.
Entonces él, tocando la lira, se lanzó a cantar bellamente acerca del amor
de Ares y Afrodita de hermosa corona, cómo en cierta ocasión se unieron
amorosamente en la morada de Hefesto, en secreto. Ares la dio muchos
regalos y deshonró el matrimonio y el lecho del soberano Hefesto. Pero pronto
acudió a él como mensajero Helios, que los había visto acoplarse en el acto
amoroso. Conque, en cuanto Hefesto hubo oído la amarga noticia, marchó
hacia su fragua, cavilando venganza en su interior, y allí colocó sobre el tajo
un gran yunque, y martilleó unas ataduras irrompibles, inquebrantables, para
que resistieran firmemente.
Luego, tras de haber construido su trampa, enfurecido contra Ares, se
dirigió hacia su dormitorio, donde estaba su propio lecho. Y allí dispuso las
ataduras con sus lazos por un lado y otro en círculo, como ligeros hilos de
araña, que nadie pudiera ver, ni siquiera ninguno de los dioses felices. Así
alrededor del lecho quedó fijada la trampa.
Luego, después que hubo tendido la trampa en torno a la cama, simuló que
se iba hacia Lemnos, aquella hermosa ciudadela que le es con mucho la más
querida de todas. No tenía ciego espionaje Ares, el de las riendas de oro, pues
vio marcharse a lo lejos a Hefesto, el ilustre artesano. Y echó a andar hacia la
casa del ínclito Hefesto, ansioso del amor de Citerea de bella diadema. Ella
acababa de regresar de la mansión de su padre, el poderoso Crónida, y estaba
sentada. Pasó él al interior de la casa, la tomó de la mano, la saludó y le dijo:
«Ven, querida, vayamos a la cama a acostarnos. Porque no está ya Hefesto
aquí, sino que hace ya tiempo se ha ido a visitar a los sintios de rudo
lenguaje».
Así habló, y ella sintió grandes deseos de acostarse. Ambos marcharon a la
cama y se echaron juntos. Pero por un lado y otro los envolvieron los lazos
fabricados por el astuto Hefesto, y no les era posible moverse en ningún
sentido ni tampoco levantarse. Y entonces se dieron cuenta de que ya no
tenían fuga posible. Con rápido regreso se aproximó a ellos de nuevo el muy
ilustre patizambo, que se diera la vuelta antes de llegar a la tierra de Lemnos.
Porque Helios que mantenía la vigilancia le contó la noticia. Echó a andar
hacia su casa, muy irritado en su corazón. Se detuvo en el atrio, mientras se
apoderaba de él un furor salvaje. Y gritó de manera terrible, y llamaba a todos