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Ellos echaron sus manos sobre los manjares colocados a su alcance, y tan
pronto hubieron saciado su ansia de bebida y comida, la Musa impulsó al aedo
a cantar las famosas hazañas de los héroes, con un canto cuya fama entonces
llegaba hasta el cielo: la disputa de Odiseo y del Pelida Aquiles, cómo en
cierta ocasión se querellaron en un banquete festivo en honor de los dioses con
terribles palabras, mientras se alegraba en su mente el señor de las tropas
Agamenón de que disputaran los mejores de los aqueos.
Pues a él se lo profetizó Febo Apolo en un vaticinio, en el muy sacrosanto
Delfos, cuando él traspasó el pétreo umbral para consultar el oráculo. Pues
entonces empezaría a rodar el comienzo de la destrucción para troyanos y
dánaos según los designios del gran Zeus.
Eso entonces cantaba el cantor famoso. Y Odiseo tomando con sus
robustas manos su gran manto purpúreo lo alzó sobre su cabeza y se cubrió sus
hermosas facciones. Porque se avergonzaba de derramar sus lágrimas desde
sus cejas. Cuando cesaba en su canto el divino aedo, enjugándose el llanto
retiraba el manto de su cabeza y alzando el vaso de doble copa hacía
libaciones a los dioses. Pero cuando de nuevo comenzaba el aedo y le
incitaban a cantar los príncipes de los feacios, puesto que se deleitaban con sus
palabras, de nuevo Odiseo cubriéndose la cabeza rompía en sollozos. Entonces
a todos los demás les pasó inadvertido al derramar su llanto, pero Alcínoo, el
único, prestó atención y lo vio, pues estaba sentado a su lado, y le oyó sollozar
profundamente. Así que de pronto dijo a los feacios amigos del remo:
«¡Escuchadme, caudillos y consejeros de los feacios! Ya hemos satisfecho
nuestro ánimo con el banquete bien repartido y el son de la lira, que es
compañera del brillante festín. Salgamos ahora y practiquemos todos los
juegos atléticos, para que cuente el huésped a sus amistades, al regresar a su
casa, cuánto aventajamos a los demás en los golpes, la lucha libre, los saltos y
las carreras».
Después de decir esto, se puso en camino y los demás lo siguieron. Y del
gancho colgó la lira ligera el heraldo y a Demódoco tomó de la mano y lo sacó
de la gran sala. Lo guiaba por el mismo camino que llevaban los otros, los
mejores de los feacios, ansiosos de contemplar los certámenes. Marcharon
hacia el ágora, y les acompañaba un inmenso gentío, incalculable. Allí estaban
en pie los jóvenes, muchos y nobles. Avanzaron Acróneo, y Ocíalo, y Elatreo,
Nauteo, Primneo, Anquíalo, Eretmeo, Ponteo, Prioreo, Toonte y Anabesíneo, y
Anfíalo, hijo de Polineo Tectónida. Allí avanzó también Euríalo Naubólida,
igual al homicida Ares, que era el mejor por su aspecto y figura de todos los
feacios después del irreprochable Laodamante. Allí se erguían los tres hijos
del intachable Alcínoo, Laodamante, Halio y el heroico Clitoneo.
Ellos dieron comienzo a las pruebas de velocidad, y ante ellos se extendía