Page 79 - La Odisea alt.
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Ellos echaron sus manos sobre los manjares colocados a su alcance, y tan
               pronto hubieron saciado su ansia de bebida y comida, la Musa impulsó al aedo
               a cantar las famosas hazañas de los héroes, con un canto cuya fama entonces
               llegaba  hasta  el  cielo:  la  disputa  de  Odiseo  y  del  Pelida  Aquiles,  cómo  en
               cierta ocasión se querellaron en un banquete festivo en honor de los dioses con
               terribles  palabras,  mientras  se  alegraba  en  su  mente  el  señor  de  las  tropas

               Agamenón de que disputaran los mejores de los aqueos.

                   Pues a él se lo profetizó Febo Apolo en un vaticinio, en el muy sacrosanto
               Delfos,  cuando  él  traspasó  el  pétreo  umbral  para  consultar  el  oráculo.  Pues
               entonces  empezaría  a  rodar  el  comienzo  de  la  destrucción  para  troyanos  y
               dánaos según los designios del gran Zeus.

                   Eso  entonces  cantaba  el  cantor  famoso.  Y  Odiseo  tomando  con  sus
               robustas manos su gran manto purpúreo lo alzó sobre su cabeza y se cubrió sus
               hermosas facciones. Porque se avergonzaba de derramar sus lágrimas desde

               sus  cejas.  Cuando  cesaba  en  su  canto  el  divino  aedo,  enjugándose  el  llanto
               retiraba  el  manto  de  su  cabeza  y  alzando  el  vaso  de  doble  copa  hacía
               libaciones  a  los  dioses.  Pero  cuando  de  nuevo  comenzaba  el  aedo  y  le
               incitaban a cantar los príncipes de los feacios, puesto que se deleitaban con sus
               palabras, de nuevo Odiseo cubriéndose la cabeza rompía en sollozos. Entonces

               a todos los demás les pasó inadvertido al derramar su llanto, pero Alcínoo, el
               único, prestó atención y lo vio, pues estaba sentado a su lado, y le oyó sollozar
               profundamente. Así que de pronto dijo a los feacios amigos del remo:

                   «¡Escuchadme, caudillos y consejeros de los feacios! Ya hemos satisfecho
               nuestro  ánimo  con  el  banquete  bien  repartido  y  el  son  de  la  lira,  que  es
               compañera  del  brillante  festín.  Salgamos  ahora  y  practiquemos  todos  los

               juegos atléticos, para que cuente el huésped a sus amistades, al regresar a su
               casa, cuánto aventajamos a los demás en los golpes, la lucha libre, los saltos y
               las carreras».

                   Después de decir esto, se puso en camino y los demás lo siguieron. Y del
               gancho colgó la lira ligera el heraldo y a Demódoco tomó de la mano y lo sacó
               de la gran sala. Lo guiaba por el mismo camino que llevaban los otros, los
               mejores  de  los  feacios,  ansiosos  de  contemplar  los  certámenes.  Marcharon

               hacia el ágora, y les acompañaba un inmenso gentío, incalculable. Allí estaban
               en pie los jóvenes, muchos y nobles. Avanzaron Acróneo, y Ocíalo, y Elatreo,
               Nauteo, Primneo, Anquíalo, Eretmeo, Ponteo, Prioreo, Toonte y Anabesíneo, y
               Anfíalo,  hijo  de  Polineo  Tectónida.  Allí  avanzó  también  Euríalo  Naubólida,
               igual al homicida Ares, que era el mejor por su aspecto y figura de todos los
               feacios después del irreprochable Laodamante. Allí se erguían los tres hijos
               del intachable Alcínoo, Laodamante, Halio y el heroico Clitoneo.


                   Ellos dieron comienzo a las pruebas de velocidad, y ante ellos se extendía
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