Page 70 - La Odisea alt.
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«¡Escúchame, hija de Zeus portador de la égida, indómita diosa! Óyeme al
               menos ahora, ya que antes no me escuchaste nunca, cuando andaba vapuleado,
               cuando me agredía el ilustre Sacudidor de la tierra. Concédeme llegar ante los
               feacios como amigo y digno de su compasión».

                   Así habló suplicando, y le escuchó Palas Atenea. Pero no se apareció ante
               él, pues ella respetaba a su tío paterno, y éste permanecía enojado ferozmente
               contra el heroico Odiseo hasta que él llegara a su tierra.




                                                     CANTO VII



                   Mientras él suplicaba allí, el muy sufrido divino Odiseo, las briosas mulas
               transportaban a la muchacha a la ciudad. Y en cuanto ella hubo llegado a las
               muy ilustres mansiones de su padre, se detuvo en el atrio, y por uno y otro
               lado  la  rodearon  sus  hermanos,  semejantes  a  dioses.  Ellos  desuncieron  las

               mulas y transportaron dentro la ropa. Y la joven se puso en camino hacia su
               cámara.  Para  ella  avivaba  el  fuego  una  anciana  de  Apira,  su  esclava
               Eurimedusa,  a  la  que  antiguamente  habían  raptado  de  Apira  las  naves  de
               curvos costados. La eligieron como regalo del botín para Alcínoo, ya que él
               reinaba sobre todos los feacios y el pueblo le obedecía como a un dios. Ésta
               había criado a Nausícaa de blancos brazos en aquellas salas, ella encendió el

               fuego y le preparó la cena allí adentro.

                   En aquel momento Odiseo se dispuso a ir a la ciudad. En torno a él Atenea,
               que  velaba  benigna  por  Odiseo,  lo  envolvía  en  densa  niebla,  a  fin  de  que
               ninguno de los orgullosos feacios, al encontrárselo, lo zahiriera con reproches
               y le preguntara quién era. Mas cuando ya estaba a punto de adentrarse en la
               amable ciudad, entonces le salió al paso la diosa, Atenea, la de ojos glaucos,

               apareciéndosele como una muchachita, una niña portadora de un cántaro. Se
               paró delante de él, y el divino Odiseo le preguntó:

                   «¿Ah hija, no querrías guiarme a la casa del ilustre Alcínoo, el que reina
               entre  estas  gentes?  Es  que  yo,  un  extranjero,  después  de  muchas  andanzas,
               vengo  aquí  desde  lejos,  desde  una  tierra  extraña.  Por  eso  no  conozco  a
               ninguno de los humanos que habitan esta ciudad y este país».

                   A él entonces le respondió la diosa, Atenea de ojos glaucos:


                   «Desde luego que te indicaré, padre extranjero, la mansión por la que me
               preguntas,  ya  que  está  en  la  vecindad  la  casa  de  mi  irrreprochable  padre.
               Conque avanza en silencio y yo te guiaré por el camino, pero no mires cara a
               cara ni le preguntes a ninguna persona Pues los de aquí no toleran de buen
               grado a los extraños, ni tratan con gestos amables los saludos de cualquiera
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