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para sus enemigos y alegrías para sus amigos!, y ellos gozan de muy buena
fama».
A su vez le contestó Nausícaa de blancos brazos:
«Extranjero, no me pareces, desde luego, hombre villano ni insensato.
Zeus mismo, el Olímpico, distribuye la dicha a los humanos, a los buenos y a
los malos, a cada uno según él quiere. Así que a ti te dio eso, y tú debes
soportarlo aunque te pese. Pero ahora, ya que llegas a nuestra tierra y nuestra
ciudad, no carecerás de vestido ni de ninguna otra cosa, de cuantas suele
obtener un suplicante en apuros. Te indicaré la ciudad, y te diré el nombre de
sus gentes. Los feacios pueblan la ciudad y el país, y yo soy la hija del
magnánimo Alcínoo, quien en nombre de los feacios ejerce el mando y el
poder».
Así habló y luego ordenó a las criadas de hermosas trenzas:
«Quedaos a mi lado, sirvientas. ¿Adónde huis al ver a este hombre? ¿Es
que pensáis que es algún enemigo? No hay un mortal tan violento, ni lo habrá,
que llegue a la tierra de las feacios, trayendo la destrucción. Porque somos
amigos de los inmortales, y vivimos apartados en medio del resonante mar, los
más remotos, y no se acerca a tratar con nosotros ningún otro de los mortales.
»Pero este que aquí ha llegado es algún desdichado que va errante, a quien
ahora hay que atender. Pues de Zeus vienen todos los huéspedes y los
mendigos, y una dádiva pequeña les es querida. Conque dadle, sirvientas, al
extranjero comida y bebida, y lavadle en el río, donde esté al amparo del
viento».
Así habló, ellas se detuvieron y se animaron unas a otras, y acompañaron a
Odiseo hacia un lugar resguardado, como se lo ordenó Nausícaa, la hija del
magnánimo Alcínoo. A su lado depositaron un manto, una túnica y ropas, y le
ofrecieron el líquido aceite en el dorado frasco, y le invitaban a bañarse en las
corrientes del río.
Pero entonces se dirigió a las sirvientas el divino Odiseo:
«Muchachas, quedaos ahí lejos, para que yo solo me lave la salina costra
de mis hombros, y me unja con el aceite. Porque hace mucho que no se acerca
a mi piel el ungüento. Delante de vosotras no voy yo a bañarme; porque me
avergüenzo de andar desnudo en medio de jóvenes de hermosas trenzas».
Así dijo, y ellas se retiraron y se lo contaron a la princesa. Entre tanto el
divino Odiseo se lavó su cuerpo en el río, y la costra salina, que le cubría la
espalda y los anchos hombros, y raspó de su cabeza la espuma del mar estéril.
Cuando ya se hubo lavado todo y untado con el óleo, se vistió las ropas que le
había proporcionado la joven doncella. Atenea, nacida de Zeus, le otorgó