Page 67 - La Odisea alt.
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para sus enemigos y alegrías para sus amigos!, y ellos gozan de muy buena

               fama».

                   A su vez le contestó Nausícaa de blancos brazos:

                   «Extranjero,  no  me  pareces,  desde  luego,  hombre  villano  ni  insensato.
               Zeus mismo, el Olímpico, distribuye la dicha a los humanos, a los buenos y a
               los  malos,  a  cada  uno  según  él  quiere.  Así  que  a  ti  te  dio  eso,  y  tú  debes

               soportarlo aunque te pese. Pero ahora, ya que llegas a nuestra tierra y nuestra
               ciudad,  no  carecerás  de  vestido  ni  de  ninguna  otra  cosa,  de  cuantas  suele
               obtener un suplicante en apuros. Te indicaré la ciudad, y te diré el nombre de
               sus  gentes.  Los  feacios  pueblan  la  ciudad  y  el  país,  y  yo  soy  la  hija  del
               magnánimo  Alcínoo,  quien  en  nombre  de  los  feacios  ejerce  el  mando  y  el
               poder».

                   Así habló y luego ordenó a las criadas de hermosas trenzas:

                   «Quedaos a mi lado, sirvientas. ¿Adónde huis al ver a este hombre? ¿Es

               que pensáis que es algún enemigo? No hay un mortal tan violento, ni lo habrá,
               que  llegue  a  la  tierra  de  las  feacios,  trayendo  la  destrucción.  Porque  somos
               amigos de los inmortales, y vivimos apartados en medio del resonante mar, los
               más remotos, y no se acerca a tratar con nosotros ningún otro de los mortales.

                   »Pero este que aquí ha llegado es algún desdichado que va errante, a quien
               ahora  hay  que  atender.  Pues  de  Zeus  vienen  todos  los  huéspedes  y  los

               mendigos, y una dádiva pequeña les es querida. Conque dadle, sirvientas, al
               extranjero  comida  y  bebida,  y  lavadle  en  el  río,  donde  esté  al  amparo  del
               viento».

                   Así habló, ellas se detuvieron y se animaron unas a otras, y acompañaron a
               Odiseo hacia un lugar resguardado, como se lo ordenó Nausícaa, la hija del
               magnánimo Alcínoo. A su lado depositaron un manto, una túnica y ropas, y le
               ofrecieron el líquido aceite en el dorado frasco, y le invitaban a bañarse en las

               corrientes del río.

                   Pero entonces se dirigió a las sirvientas el divino Odiseo:

                   «Muchachas, quedaos ahí lejos, para que yo solo me lave la salina costra
               de mis hombros, y me unja con el aceite. Porque hace mucho que no se acerca
               a mi piel el ungüento. Delante de vosotras no voy yo a bañarme; porque me
               avergüenzo de andar desnudo en medio de jóvenes de hermosas trenzas».

                   Así dijo, y ellas se retiraron y se lo contaron a la princesa. Entre tanto el

               divino Odiseo se lavó su cuerpo en el río, y la costra salina, que le cubría la
               espalda y los anchos hombros, y raspó de su cabeza la espuma del mar estéril.
               Cuando ya se hubo lavado todo y untado con el óleo, se vistió las ropas que le
               había  proporcionado  la  joven  doncella.  Atenea,  nacida  de  Zeus,  le  otorgó
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