Page 65 - La Odisea alt.
P. 65

Cuando todas llegaron al cauce muy hermoso del río, donde estaban los
               lavaderos  perennes  —en  cantidad  el  agua  bella  manaba  para  lavar  hasta  la
               ropa más sucia—, allí desuncieron ellas las mulas del carro, y las arrearon por
               la orilla del presuroso río a fin de que pacieran la hierba dulce como la miel.
               Sacaron ellas con sus manos los vestidos del carro y los metieron en el agua
               oscura,  y  allí  los  pisoteaban  en  las  piletas,  compitiendo  en  rapidez.  Luego,

               cuando hubieron lavado y limpiado toda la suciedad, extendieron las telas en
               ringlera a lo largo de la orilla marina, allí justamente donde frotándolos lava el
               mar los guijarros de la costa.

                   Ellas se bañaron y se ungieron suavemente con aceite y después tomaron
               su comida, mientras esperaban a que se secaran los vestidos a los rayos del sol.
               Cuando ya se hubieron saciado de alimento las siervas y la princesa, entonces

               se pusieron a jugar a la pelota dejando a un lado sus velos.
                   Entre ellas Nausícaa de blancos brazos dirigía el cántico. Cual avanza la

               flechera Ártemis a través de los montes, o por el muy alto Taigeto o por el
               Enmanto, deleitándose con sus cabras y las ciervas veloces, y a su lado las
               Ninfas agrestes, hijas de Zeus portador de la égida, juegan, mientras se alegra
               en su ánimo Leto, y sobre todas ella destaca en la cabeza y la frente, y resulta
               fácil de distinguir, aun siendo todas hermosas, así entre sus sirvientas resaltaba

               la joven doncella.

                   Mas cuando ya iba a volverse de nuevo a su casa, tras uncir las mulas y
               doblar los hermosos vestidos, entonces de nuevo otro plan decidió la diosa de
               los glaucos ojos, Atenea, a fin de que Odiseo despertara y viera a la joven de
               hermosa mirada, que le conduciría a la ciudad de los feacios. Entonces arrojó
               la pelota a una criada la princesa, pero no acertó a la sirvienta, y la hundió en

               un hondo remolino. Las otras dieron un fuerte chillido, y se despertó el divino
               Odiseo. Y sentándose deliberaba en su mente y su ánimo:

                   «¡Ay de mí! ¿A la tierra de qué hombres ahora he llegado? ¿Serán acaso
               soberbios y salvajes e ignorantes de lo justo o amantes de la hospitalidad y con
               un  entendimiento  piadoso?  Hasta  mí  ha  llegado  un  griterío  femenino,  de
               jóvenes muchachas. Tal vez de Ninfas, que habitan las escarpadas cumbres de
               las  montañas  y  las  fuentes  de  los  ríos  y  los  prados  herbosos.  Tal  vez  estoy

               cerca  de  humanos  dotados  de  palabra.  Pero,  ea,  yo  mismo  iré  a  probarlo  y
               verlo».

                   Diciendo esto deslizóse fuera del matorral el divino Odiseo, y del espeso
               follaje quebró con su fornida mano una rama con hojas para cubrirse ante su
               cuerpo  sus  vergüenzas  de  varón.  Echó  a  andar  como  un  león  montaraz
               confiado en su fuerza, que camina azotado por la lluvia y el viento, pero sus

               ojos flamean. Al momento ataca a las vacas o a las ovejas o se abalanza tras
               las ciervas monteses. Y el hambre le incita a asaltar los ganados y a penetrar
   60   61   62   63   64   65   66   67   68   69   70