Page 62 - La Odisea alt.
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infundido perseverancia Atenea de glauca mirada, emergiendo de las olas, que

               rompían rugiendo en las rocas, nadaba más allá observando la costa, por si
               acaso  en  algún  punto  encontraba  playas  sesgadas  por  las  olas  o  un  puerto
               marino.  Mas  cuando  llegó  nadando  junto  a  la  desembocadura  de  un  río  de
               hermosa  corriente,  aquél  le  pareció  ya  un  excelente  terreno,  despejado  de
               rocas, y al abrigo de los vientos. Advirtió que el río allí afluía y le suplicó en

               su ánimo:

                   «Escúchame,  soberano,  quienquiera  que  seas.  Acudo  ante  ti  con  mil
               súplicas, huyendo de las amenazas de Poseidón desde el mar. Incluso para los
               dioses  inmortales  es  digno  de  respeto  cualquier  hombre  que  se  presenta
               errabundo, como yo ahora llego suplicante ante ti y tus rodillas, tras muchos
               padecimientos. Así que apiádate, señor, que yo me proclamo suplicante tuyo».

                   Así dijo, y el río suavizó al momento su curso y contuvo su oleaje. Ante él
               se hizo la calma y se puso a salvo en las orillas del río. Odiseo entonces relajó

               ambas rodillas y sus robustos brazos, pues su ánimo estaba abatido por el mar.
               Toda  su  piel  estaba  hinchada  y  el  agua  marina  incontable  resbalaba  por  su
               boca y su nariz. Sin resuello y sin voz cayó tendido y exánime; un espantoso
               cansancio le acometía. Pero apenas alentó de nuevo y se recobró el ánimo en
               su interior, al instante se desanudó el velo de la diosa, y lo arrojó en el río que

               al mar desembocaba, y de pronto una gran ola lo arrastró en su curso y muy
               pronto lo recogió Ino en sus manos. Apartóse él del río, tumbóse junto a unos
               juncos, y besó la fértil tierra.

                   Luego afligido dijo a su magnánimo corazón:

                   «¡Ay de mí! ¿Qué sufriré? ¿Qué me sucederá para acabar? Si velo junto al
               río en la noche de pesadilla, temo que a un tiempo la dañina escarcha y el sutil
               rocío  acaben  con  mi  ánimo  exhausto  por  el  agotamiento.  Una  brisa  helada

               sopla desde el río por la ribera. Pero si subo a la colina por el sombrío bosque
               y me echo a dormir entre los espesos matorrales, si es que me dejan el frío y la
               fatiga, temo ser pasto y presa de las fieras».

                   Después de pensarlo le pareció que esto era lo mejor. Y echó a andar hacia
               el bosque. Lo encontró cerca de la playa en un altozano. Se deslizó bajo dos
               arbustos, que habían crecido de un mismo suelo. Uno era un acebuche, el otro
               un olivo. No los atravesaba la húmeda brisa de los vientos que soplaban ni

               nunca el sol brillante los hendía con sus rayos, ni la lluvia los empapaba del
               todo.  Tan  densamente  enlazados  entre  sí  crecían.  Bajo  ellos  se  resguardó
               Odiseo. Y en seguida se preparó con sus manos un mullido lecho. Pues había
               un  montón  de  hojas  por  el  suelo,  tantas  como  para  abrigar  a  dos  o  a  tres
               hombres  en  la  época  invernal,  por  dura  que  se  presentara.  Y  al  verlo  se

               regocijó el muy sufrido divino Odiseo, y se acostó allí en medio y se tapó con
               un montón de hojarasca.
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