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los espléndidos mantos. Eso te conviene a ti misma mucho más que ir
andando, ya que los lavaderos distan mucho de la ciudad».
En cuanto hubo hablado así, marchóse Atenea de ojos glaucos al Olimpo,
donde cuentan que está la morada siempre segura de los dioses. No es batida
por los vientos ni la empapa la lluvia, ni la nieve la cubre, sino que allí se
extiende un aire límpido y sereno, y la envuelve una radiante claridad. En ella
se regocijan los felices dioses todos los días. Hacia allá se marchó la de los
ojos glaucos, después de haber aconsejado a la joven.
Al instante apareció la Aurora de hermoso trono, que despertó a Nausícaa
de bello peplo. Al pronto ella se preguntó por el sueño y echó a andar por el
palacio, a fin de contárselo a sus progenitores, a su padre y su madre. Y los
halló dentro de la casa. Su madre estaba sentada junto al hogar, en compañía
de unas criadas, hilando lana teñida con púrpura marina. A él se lo topó
cuando ya salía con unos ilustres reyes hacia la asamblea, adonde le
convocaban los nobles feacios.
Paróse muy a la vera de su querido padre y le dijo:
«Querido papá, ¿no puedes prepararme ahora un carro alto de buenas
ruedas, para que transporte mis preciosos vestidos a lavarlos al río, que los
tengo manchados? Incluso a ti te conviene, estando entre los primeros, presidir
las deliberaciones llevando sobre tu cuerpo ropas limpias. Y tienes en tu
palacio cinco hijos, dos casados y tres solteros en la flor de la edad, que
quieren siempre ir al baile con ropas recién lavadas. Y todo eso está a mi
cuidado».
Así habló. Pues se avergonzaba de mencionar ante su padre su pronto
matrimonio. Mas él se daba cuenta de todo y respondió con estas palabras:
«No voy a escatimarte las mulas, hija mía, ni cualquier otra cosa. Que los
siervos te preparen un carro alto de buenas ruedas, provisto de un toldo».
Después de hablar así, dio órdenes a los siervos y ellos le obedecían.
Prepararon fuera un carro mulero de buen rodaje y trajeron las mulas y las
uncieron al carro.
La joven sacaba de su aposento espléndidos vestidos. Los puso sobre el
bien pulido carro, mientras que su madre depositaba en una cesta comida
apetitosa y variada, y la acompañaba con golosinas y le vertía vino dentro de
un pellejo de cabra. La joven subió al carro. Diole también graso aceite en un
frasco de oro para que se lo untara con sus criadas. Empuñó ella el látigo y las
espléndidas riendas y las hizo restallar para azuzar la partida. Hubo un tintineo
y se pusieron en movimiento las mulas con ímpetu. Llevaban la ropa y a la
joven, no sola, ya que con ella marchaban a pie sus sirvientas.