Page 64 - La Odisea alt.
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los  espléndidos  mantos.  Eso  te  conviene  a  ti  misma  mucho  más  que  ir

               andando, ya que los lavaderos distan mucho de la ciudad».

                   En cuanto hubo hablado así, marchóse Atenea de ojos glaucos al Olimpo,
               donde cuentan que está la morada siempre segura de los dioses. No es batida
               por los vientos ni la empapa la lluvia, ni la nieve la cubre, sino que allí se
               extiende un aire límpido y sereno, y la envuelve una radiante claridad. En ella
               se regocijan los felices dioses todos los días. Hacia allá se marchó la de los

               ojos glaucos, después de haber aconsejado a la joven.

                   Al instante apareció la Aurora de hermoso trono, que despertó a Nausícaa
               de bello peplo. Al pronto ella se preguntó por el sueño y echó a andar por el
               palacio, a fin de contárselo a sus progenitores, a su padre y su madre. Y los
               halló dentro de la casa. Su madre estaba sentada junto al hogar, en compañía
               de  unas  criadas,  hilando  lana  teñida  con  púrpura  marina.  A  él  se  lo  topó
               cuando  ya  salía  con  unos  ilustres  reyes  hacia  la  asamblea,  adonde  le

               convocaban los nobles feacios.

                   Paróse muy a la vera de su querido padre y le dijo:

                   «Querido  papá,  ¿no  puedes  prepararme  ahora  un  carro  alto  de  buenas
               ruedas, para que transporte mis preciosos vestidos a lavarlos al río, que los
               tengo manchados? Incluso a ti te conviene, estando entre los primeros, presidir

               las  deliberaciones  llevando  sobre  tu  cuerpo  ropas  limpias.  Y  tienes  en  tu
               palacio  cinco  hijos,  dos  casados  y  tres  solteros  en  la  flor  de  la  edad,  que
               quieren  siempre  ir  al  baile  con  ropas  recién  lavadas.  Y  todo  eso  está  a  mi
               cuidado».

                   Así  habló.  Pues  se  avergonzaba  de  mencionar  ante  su  padre  su  pronto
               matrimonio. Mas él se daba cuenta de todo y respondió con estas palabras:

                   «No voy a escatimarte las mulas, hija mía, ni cualquier otra cosa. Que los
               siervos te preparen un carro alto de buenas ruedas, provisto de un toldo».


                   Después  de  hablar  así,  dio  órdenes  a  los  siervos  y  ellos  le  obedecían.
               Prepararon fuera un carro mulero de buen rodaje y trajeron las mulas y las
               uncieron al carro.

                   La joven sacaba de su aposento espléndidos vestidos. Los puso sobre el
               bien  pulido  carro,  mientras  que  su  madre  depositaba  en  una  cesta  comida
               apetitosa y variada, y la acompañaba con golosinas y le vertía vino dentro de

               un pellejo de cabra. La joven subió al carro. Diole también graso aceite en un
               frasco de oro para que se lo untara con sus criadas. Empuñó ella el látigo y las
               espléndidas riendas y las hizo restallar para azuzar la partida. Hubo un tintineo
               y se pusieron en movimiento las mulas con ímpetu. Llevaban la ropa y a la
               joven, no sola, ya que con ella marchaban a pie sus sirvientas.
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