Page 50 - La Odisea alt.
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»Ahora,  en  otro  embate,  las  tormentas  me  han  arrebatado  a  mi  hijo
               querido,  lejos  de  mis  estancias,  sin  gloria,  y  ni  siquiera  me  enteré  de  su
               partida.

                   »Crueles  vosotras,  que  no  os  decidisteis  en  vuestro  corazón  ninguna  a
               despertarme  en  mi  lecho,  sabiendo  bien  en  vuestro  interior  cuándo  él  se
               marchaba en su cóncava nave negra. ¡Ah, si yo me hubiera enterado de que él
               se  lanzaba  a  tal  viaje!  Entonces  seguro  que  se  habría  quedado,  por  muy

               ansioso que estuviera del camino, o me habría dejado muerta en este palacio.

                   »Pero que alguien vaya a llamar, aprisa, al viejo Dolio, el esclavo mío, el
               que me donó mi padre cuando vine a esta casa y que está al cargo de mi jardín
               de muchos árboles, para que muy rápido se presente ante Laertes y le cuente
               todo esto, a ver si él, forjando en su mente algún plan, acude a dar un susto a
               estas gentes que arden en ansias de acabar con el vástago del divino Odiseo».


                   Entonces le contestó su querida aya Euriclea:

                   «Hija querida, mátame ahora tú con el fiero bronce o déjame en palacio.
               De ningún modo he de ocultarte mi relato.

                   »Yo sabía todo eso, y le proporcioné cuanto me pedía: trigo y vino dulce. Y
               logró también de mí un solemne juramento: que no te lo confesaría hasta que
               llegara el duodécimo día, o que tú misma sintieras anhelos de enterarte de su
               ausencia,  para  que  no  desgarraras  con  tus  llantos  tu  bella  piel.  Así  que,

               dándote un baño, revistiendo tu cuerpo con vestidos limpios, y subiendo a tus
               aposentos  altos  con  tus  servidoras,  haz  súplicas  a  Atenea,  hija  de  Zeus
               portador de la égida. Porque ella, en efecto, va a salvarle incluso de la muerte.
               Y no agobies a un anciano ya agobiado. Que no creo que sea muy aborrecida
               de  los  dioses  felices  la  estirpe  del  Arcisíada,  sino  que  aún,  sin  duda,
               sobrevivirá  alguno  de  los  suyos,  que  posea  estas  salas  de  alto  techo  y  los

               fértiles campos de lejanos mojones».

                   Así habló, y calmó el gemir de Penélope y contuvo el llanto de sus ojos.
               Ella  se  dio  el  baño,  revistióse  el  cuerpo  con  limpios  vestidos,  subió  a  las
               habitaciones superiores con sus criadas, y aprestó las molas de cebada en un
               canastillo y suplicó a Atenea:

                   «¡Escúchame, hija de Zeus portador de la égida, incansable!

                   »Si alguna vez en tu honor en palacio el ingenioso Odiseo quemó muslos

               pingües  de  vaca  o  de  oveja,  recuérdalo  ahora  y  ponme  a  salvo  a  mi  hijo
               querido, y ampáralo de los pretendientes que se exceden en su soberbia».

                   Tras de orar así, dio el grito ritual, y la diosa atendió a su ruego.

                   Los  pretendientes  alborotaban  en  las  umbrosas  salas.  Y  de  esta  manera
               hablaba uno de los jóvenes ufanándose de su soberbia:
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