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»Ahora, en otro embate, las tormentas me han arrebatado a mi hijo
querido, lejos de mis estancias, sin gloria, y ni siquiera me enteré de su
partida.
»Crueles vosotras, que no os decidisteis en vuestro corazón ninguna a
despertarme en mi lecho, sabiendo bien en vuestro interior cuándo él se
marchaba en su cóncava nave negra. ¡Ah, si yo me hubiera enterado de que él
se lanzaba a tal viaje! Entonces seguro que se habría quedado, por muy
ansioso que estuviera del camino, o me habría dejado muerta en este palacio.
»Pero que alguien vaya a llamar, aprisa, al viejo Dolio, el esclavo mío, el
que me donó mi padre cuando vine a esta casa y que está al cargo de mi jardín
de muchos árboles, para que muy rápido se presente ante Laertes y le cuente
todo esto, a ver si él, forjando en su mente algún plan, acude a dar un susto a
estas gentes que arden en ansias de acabar con el vástago del divino Odiseo».
Entonces le contestó su querida aya Euriclea:
«Hija querida, mátame ahora tú con el fiero bronce o déjame en palacio.
De ningún modo he de ocultarte mi relato.
»Yo sabía todo eso, y le proporcioné cuanto me pedía: trigo y vino dulce. Y
logró también de mí un solemne juramento: que no te lo confesaría hasta que
llegara el duodécimo día, o que tú misma sintieras anhelos de enterarte de su
ausencia, para que no desgarraras con tus llantos tu bella piel. Así que,
dándote un baño, revistiendo tu cuerpo con vestidos limpios, y subiendo a tus
aposentos altos con tus servidoras, haz súplicas a Atenea, hija de Zeus
portador de la égida. Porque ella, en efecto, va a salvarle incluso de la muerte.
Y no agobies a un anciano ya agobiado. Que no creo que sea muy aborrecida
de los dioses felices la estirpe del Arcisíada, sino que aún, sin duda,
sobrevivirá alguno de los suyos, que posea estas salas de alto techo y los
fértiles campos de lejanos mojones».
Así habló, y calmó el gemir de Penélope y contuvo el llanto de sus ojos.
Ella se dio el baño, revistióse el cuerpo con limpios vestidos, subió a las
habitaciones superiores con sus criadas, y aprestó las molas de cebada en un
canastillo y suplicó a Atenea:
«¡Escúchame, hija de Zeus portador de la égida, incansable!
»Si alguna vez en tu honor en palacio el ingenioso Odiseo quemó muslos
pingües de vaca o de oveja, recuérdalo ahora y ponme a salvo a mi hijo
querido, y ampáralo de los pretendientes que se exceden en su soberbia».
Tras de orar así, dio el grito ritual, y la diosa atendió a su ruego.
Los pretendientes alborotaban en las umbrosas salas. Y de esta manera
hablaba uno de los jóvenes ufanándose de su soberbia: