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presente para ti mismo. Pues tú eres soberano de una vasta llanura, en la que
hay abundante loto, juncia, trigos, espeltas, y blanca cebada de amplia espiga.
Pero en Ítaca no hay caminos anchos ni prado alguno. Es terruño de cabras y
más apetecible para ellas que para caballos. Ninguna de las islas en pendiente
sobre el mar es buena para correr caballos ni tiene buenos prados. Y menos
que ninguna Ítaca».
Así habló. Y se sonrió Menelao, diestro en el grito de combate, le acarició
con la mano y le dijo con afecto:
«Eres de sangre noble, querido hijo, que tales cosas dices. De acuerdo, yo
cambiaré esos regalos, que bien puedo. De entre los objetos valiosos todos que
tengo atesorados en mi casa, te daré el que es el más bello y más preciado. Te
voy a regalar una crátera bien tallada. Es toda de plata y sus bordes están
recubiertos de oro. Es un trabajo de Hefesto. Me la obsequió el héroe Fédimo
de los sidonios, cuando me hospedó en su hogar, en mi regreso hacia acá. Ésta
es la que quiero regalarte a ti».
En tanto que ellos tales coloquios tenían uno con otro, acudían los
invitados al palacio del divino monarca. Los unos traían ovejas, otros
aportaban excelente vino. Sus esposas de hermosos velos les enviaban el pan.
Así ellos se disponían al banquete en las salas del palacio.
Entre tanto, los pretendientes frente al patio del palacio de Odiseo se
divertían lanzando discos y jabalinas sobre el liso pavimento, donde desde
tiempo atrás solían manifestar su insolencia. Antínoo estaba allí sentado y, a su
lado, Eurímaco de divino porte, como jefes de los pretendientes. Eran los
mejores en mucho por su excelencia.
Llegando junto a ellos Noemón, el hijo de Fronio, interrogando con sus
frases a Antínoo, le dijo:
«Antínoo, ¿acaso sabemos en nuestras previsiones algo, o no, de cuándo va
a regresar Telémaco de la arenosa Pilos? Se fue llevándose mi barco, y ahora
lo necesito para pasar a la extensa Elide, donde tengo doce yeguas y con ellas
unos laboriosos mulos aún indómitos. De éstos quisiera traerme alguno y
domesticarlo».
Así habló. Y ellos se quedaron pasmados en su ánimo. Porque no se
imaginaban que hubiera zarpado hacia Pilos, la de Neleo, sino que estaría por
allá en algún lugar de sus campos, con los ganados o con el porquerizo.
Entonces le interpeló Antínoo, el hijo de Eupites:
«Dime con franqueza, ¿cuándo partió y quiénes con él? ¿Jóvenes
escogidos de Ítaca le acompañaban? ¿Tal vez sus propios jornaleros y
esclavos? Pues de uno u otro modo ha podido obrar. Y dímelo con sinceridad,