Page 46 - La Odisea alt.
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nave  remera  ni  compañeros,  que  le  pudieran  transportar  sobre  el  anchuroso
               lomo del mar.

                   »En cuanto a ti, Menelao de divina estirpe, no es tu destino morir en Argos
               criadora de caballos y acabar tu sino mortal, sino que los dioses te llevarán al
               Campo Elisio en los confines de la tierra, donde habita el rubio Radamantis.
               En ese lugar es dulcísima la existencia de los hombres. No existe allí la nieve
               ni el denso invierno ni jamás hay lluvia, sino que permanentemente envía el

               Océano  las  brisas  del  Céfiro  de  soplo  sonoro  para  refrescar  a  los  humanos.
               Porque tienes por mujer a Helena y por ella eres yerno de Zeus”.

                   «Después  de  haber  hablado  así,  hundióse  en  el  oleaje  del  mar.  A
               continuación yo me encaminé, con mis heroicos camaradas, hacia las naves, y
               mucho se me estremecía el corazón en mi caminar. Luego, apenas llegamos a
               la nave y la costa, preparamos la cena y nos envolvió la noche inmortal. Y en
               tal momento nos echamos a dormir en la playa marina.


                   »En  cuanto  apareció,  surgida  al  alba,  la  Aurora  de  rosáceos  dedos,  nos
               apresuramos a botar las naves al divino mar, y allí colocamos los mástiles y las
               velas  sobre  las  equilibradas  naves,  y  los  hombres  subieron  a  bordo,  se
               apostaron  en  sus  bancos  y,  sentados  en  hilera,  batían  con  sus  remos  el
               espumante mar.


                   »De nuevo detuve mis navíos al borde del Egipto, río venido del cielo, y
               allí llevé a cabo hecatombes perfectas. Luego, tras de haber aplacado la cólera
               de los dioses sempiternos, alcé un túmulo en honor de Agamenón, para que su
               gloria persista irrestañable.

                   »Tras cumplir todo esto me lancé a navegar, y los inmortales me otorgaron
               un viento propicio, y ellos me condujeron raudamente hasta mi querida patria.

                   »Pero, vamos, quédate ahora en mi palacio, durante diez u once días. Y al
               cabo de éstos te haré una buena despedida y te daré espléndidos regalos: tres

               caballos y un carro bien labrado. Y además te obsequiaré una hermosa copa,
               para que hagas libaciones a los dioses inmortales todos los días acordándote de
               mí».

                   Le respondió luego el sagaz Telémaco:

                   «Atrida, no me retengas más aquí por mucho tiempo. Pues, desde luego,
               durante un año entero me quedaría aposentado en tu casa, y no se apoderaría

               de mí la nostalgia de mi hogar ni de mis padres. Que con oír tus palabras y tus
               relatos  me  deleito  de  modo  imponente.  Pero  ya  estarán  quejosos  mis
               compañeros en la muy divina Pilos, y tú me albergas aquí desde hace tiempo.

                   »El regalo que estás dispuesto a darme, que sea un objeto de guardar. Los
               caballos no me los voy a llevar a Ítaca, sino que te los dejaré aquí como un
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