Page 40 - La Odisea alt.
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»Pero, vamos, enviadnos a la cama, para que echándonos, disfrutemos ya
               del dulce sueño».

                   Así  dijo.  Y  la  argiva  Helena  dio  órdenes  a  las  criadas  de  que  colocaran
               unas camas en el pórtico y las proveyeran de bellos cobertores purpúreos, y las
               recubrieran con colchas y les llevaran mantas de lana para cubrirse. Salieron
               ellas de la sala con una antorcha en las manos e hicieron las camas, mientras a
               los huéspedes les guiaba un heraldo. De tal modo ellos descansaron allá en el

               atrio de la casa, el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor. El Atrida dormía
               al fondo de su mansión de alto techo, y a su lado se acostó Helena, de largo
               peplo, divina entre las mujeres.

                   Apenas se mostró, surgiendo al alba, la Aurora de rosáceos dedos, saltó de
               su cama Menelao, diestro en el grito de combate, revistió sus vestidos, colgóse
               del hombro la afilada espada y anudó a sus tersos pies las bellas sandalias y
               salió de su aposento, semejante en su aspecto a un dios.


                   Fue a sentarse junto a Telémaco, le dirigió la palabra y le interpelaba:

                   «¿Qué empeño aquí te trajo, héroe Telémaco, hasta la divina Lacedemonia
               a través del vasto lomo del mar? ¿Es asunto privado o algo de tu comunidad?
               Dímelo con toda franqueza».

                   Respondióle, a su turno, el sagaz Telémaco:

                   «Atrida Menelao, de alcurnia divina, caudillo de tropas, he venido a ver si

               podías contarme alguna nueva sobre mi padre. Mi casa es devorada y están
               arrasadas nuestras ricas posesiones. El palacio está lleno de hombres hostiles
               que, como pretendientes de mi madre, sin cesar degüellan incontables ovejas y
               vacas de lento andar y retorcidos cuernos mostrando una soberbia desmesura.

                   »Por  ese  motivo  ahora  vengo  suplicante  a  tus  rodillas,  por  si  quieres
               hablarme  del  triste  final  de  mi  padre,  si  es  que  tú  lo  has  presenciado  o  si

               escuchaste tal relato de algún otro viajero. Pues en extremo digno de lástima le
               dio a luz su madre. En nada me lo embellezcas por decoro o por compasión,
               sino que cuéntame con detalle cómo asististe a tal escena. Te lo ruego, si es
               que alguna vez mi padre, el noble Odiseo, cumplió su palabra o el gesto que te
               hiciera como promesa en el país de los troyanos, donde padecisteis pesares los
               aqueos. Acuérdate de ello y cuéntame la verdad».

                   Le respondió, rebosante de coraje, el rubio Menelao:

                   «¡Ah, ah! ¡Cuán bravo era el talante de ese hombre en cuyo lecho quisieran

               acostarse esos que son tan cobardes! Como cuando en el cubil de un fiero león
               trae una cierva a dormir a sus cervatillos recién nacidos, que aún maman, y
               luego ella se sale a pastar por las laderas del monte y las herbosas trochas, y
               luego  vuelve  el  león  a  su  cobijo  y  a  unos  y  a  otra  les  impone  una  terrible
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